miércoles, 28 de julio de 2010

ENEBRITOS 01

La minificción (ficción súbita, micro-relato) es, como su nombre lo indica, la narrativa literaria de extensión mínima. Generalmente no rebasa el espacio de una página impresa.

En una pelea de box: la novela ganaría por decisión, el cuento por knock-out. La minificción sería el equivalente a un gancho al hígado.

Para iniciar, El enebro seleccionó las siguientes cuatro minificciones horrorosas mexicanas:


APUNTE GÓTICO
Inés Arredondo

Cuando abrí los ojos vi que tenía lo suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado.

Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo, también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver.

La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome, reteniéndome.

Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto.

Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia en el antebrazo.

Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído.

Ese algo podía ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une.

Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes dientes, prieta y mugrosa, costrosa. Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su presa.

Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo al sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega el hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado.

Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en este preciso instante, dulcemente sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela.


PRESENTACIÓN DE LIBRO
Ricardo Bernal

El teatro más importante de la ciudad está repleto, a varias calles a la redonda se puede oír la tormenta de aplausos. Además del numeroso público, adentro se reúnen los editores y escritores más poderosos del país. El presentador, calvo y circunspecto, habla del novelista y de su nuevo libro; de su capacidad para jalar los hilos internos del terror y crear delirantes tramas que ni Clive Barker, ni Peter Straub, ni Stephen King hubieran imaginado en sus peores pesadillas. Otro minuto de aplausos. Cuando se hace el silencio, el novelista se acomoda los anteojos, se acerca el micrófono, carraspea y se dispone a leer algunos fragmentos de su nueva obra. Afuera del teatro se escucha un zumbido eléctrico: la señal para que nosotros despertemos, salgamos de nuestros escondites milenarios y comencemos a arrastrarnos rumbo a la ciudad.


LA ARAÑA
Guadalupe Dueñas

Desde su trapecio de átomos se desploma irónica y perversa. Su negra pupila descubre abismos transparentes en los espejos de mi alcoba.

Con su ojo alerta, en su atalaya de viento, acecha mis insomnios, y sorprende la derrota de mi rostro sin máscara, fláccido y vencido. Atisba en lo más hondo del silencio. Se sabe mi cuerpo y el hastío de mis manos. Me adivina rebelde como las lianas y cautiva como los árboles.

Cuando en largo sollozo me tiendo sobre las sábanas ácidas cae al ras de mi carne y goza con mi vigilia.

Luego estira sus piernas lacias, cabellos húmedos, y en las paredes ronda perseguida por mi angustia.

La miro en el rostro del tiempo.

Me observa desde la telaraña nocturna; su pupila me acusa y me condena. Y no la disuelve ni mi caudal de vanidades ni mi pozo de soberbia, ni siquiera el estruendo luminoso del día.

Yo sé que me vigila y la busco por los muros de la noche, en los vértices de las sombras. Mientras vaga en los espejos mi desnudez desamparada y en mis entrañas secas anida la fatiga, su pupila me descubre y me afrenta con su risa: risa de la congoja de mis latidos de plomo, sola como mi lecho, sola con mis palabras.

Sé que me presiente y sé que por la altura de la noche me espera. Si duermo, danza sobre mi frente, su ojo sobre mi ojo. Se pasea por mi espalda enredando mi pelo con su aventura emponzoñada.

¡No quiero que la toquen! Que la dejen en mis muros, que la dejen en mi cuarto, en mi tumba de sábanas blancas y lunas encadenadas. La conozco y me uno a su vaivén de péndulo y a su morir hipócrita. Que nadie piense en quitarle su telaraña de ecos, su hamaca sobre el vacío.


EL BEBÉ
Lorenzo León

Entre las sábanas, queriendo dormir sin lograrlo, este pensamiento mantenía ocupado a Ernesto: los hijos producen una ternura orgánica. Es una ramificación del cuerpo femenino que se abre entre la carne sangrienta, con llanto de gato. Qué sonido tan agudo es el grito de la existencia... De repente, el llanto cesó. María se lo había pegado al seno grande, blanco, refulgente como una fruta para los labios que acordonaron el pezón y succionaban desesperados la sustancia que lo empezaba a hacer crecer. Afuera todo estaba tranquilo. En la oscuridad el viento sacudía las sombras.

La voracidad había reemplazado al grito de hambre. Tragaba. María constreñía el rostro porque la boca desdentada le había estrellado la carne.

Ernesto podía dormir ahora. El cansancio aflojó sus músculos y lo tendió en el vacío, pero algo continuó sujetándolo al mundo y era precisamente eso tan elemental, aquella voracidad naciente. La noche se agrió. Palpitaron los resplandores de una tormenta eléctrica. Del cielo saltó una humedad sin agua y se enfrió la pieza. Los hombros desnudos de María se helaron y no era posible echarse el chal, pues el pequeño no le permitía un movimiento. La luz de la lámpara descubría la frente del pequeño (como si fuera una raíz emergente), sus cabellos largos –desconcertante para su edad-, la nariz pequeña, como una protuberancia dibujada, y sus labios rojos prendidos al seno que rasguñaba con sus uñas que cristalizaban rápido.

En el reloj las manecillas marcaban con lentitud. En la pálida espalda de María se tatuó un relámpago y en la ventana se precipitó el ansia del cielo, como si fuese una multitud de viejas coléricas. Y el chicuelo parecía estar muy contento de que así fuera la noche, terca y solitaria, y exigía más el líquido amarillento que empapaba sus labios. María se dobló de cansancio. El reloj ticteaba y nadie podía llenar ese estómago.

El cuello de María, inclinado, destacaron sus vértebras. El cabello de desgajó sobre su palidez anémica. Y mientras, el chico se ahogaba al salirle leche sangrienta por la nariz en su desesperada deglución. De las cobijitas saltaron sus pies y su movimiento frenético amenazaba crecer con un vigor desconocido. Los brazos de María colgaban, y se perdían en la sombra. La piel de sus senos se estaba agrietando y el niño había reventado el fajero y los listones de la chambrita. Decididamente María estaba vacía, pero el chicuelo había aprendido a morder.

La lluvia había cesado. La atmósfera helada-húmeda se estaba coagulando en una neblina pulcra e impenetrable. Los filos de su boca machacaban la carne como los cachorros. La carita estaba tinta en ese banquete sangriento y María había quedado bocarriba, en la cama, a los pies de Ernesto. Sobre su cuerpo trabajaba una desnudez rapiñosa, de cabeza alargada y maxilar prominente. El pequeño se había puesto musculoso como un animal, furtivo como un rufián. Buscaba los últimos pedazos entre las costillas y ya bajaba a los muslos que antes espejearon su aparición.

Ernesto abrió los ojos. No podía ser cierto el clamor de esa tribu. Quedó paralizado como sucede en las pesadillas lúcidas. El cuerpo velludo casi lo tocaba y en su inclinación sobre su presa, Ernesto le veía el ano desnudo y rojo como una flor del abismo. El olor a sangre y a mierda –pues el ser había defecado varias veces durante su orgía- lo convulsionó para dejar escapar su terror en un grito seco y mortal. El niño volteó y lo miro con sus ojos de opacidad indiferente como la de las bestias, Ernesto cayó a un lado y escapó hacia la ventana; cuando su hijo avanzó hacia él prefirió arrojarse al vacío. El chico, con sus fauces abiertas, lo miró perderse en la cortina humosa de la noche y dio un aullido desamparado.


jueves, 22 de julio de 2010

BIBLIOTECA BÁSICA DE HORROR

La siguiente lista –elaborada por Ricardo Bernal y enriquecida por El enebro- reúne la biblioteca básica de la literatura de horror:

CLIVE BARKER
Libros de sangre I, II y III – Planeta
Sangre I y II – Roca
El gran show secreto – Edivisión
Hellraiser – La factoría de ideas
Cabal – Plaza y Janés

E. F. BENSON
La habitación de la torre – Valdemar

AMBROSE BIERCE
Visiones de la noche – Valdemar

ALGERNON BLACKWOOD
La habitación cerrada – Siruela

WILLIAM PETER BLATTY
El exorcista – Emecé

RAY BRADBURY
El país de octubre – Minotauro

RAMSEY CAMBELL
Imágenes malditas – Agata

AMPARA DÁVILA
Cuentos reunidos - FCE

GUILLERMO DEL TORO & CHUCK HOGAN
Nocturna – Suma de letras

ARTHUR CONAN DOYLE
Cuentos de terror – Punto de lectura

LORD DUNSANY
Cuentos de un soñador – Alianza

EMILIANO GONZÁLEZ
Los sueños de la bella durmiente – Joaquín Mortiz
Casa de horror y de magia – Joaquín Mortiz

THOMAS HARRIS
El dragón rojo – Plaza y Janés

JOE HILL
Fantasmas – Suma de letras

WILLIAM HOPE HODGSON
Desde el mar sin mareas – Valdemar
La casa en el confín de la Tierra – Valdemar
Aguas profundas – Colihue

E. T. A. HOFFMANN
Los elixires del diablo – Conaculta
El hombre de la arena – Factoría ediciones

ROBERT HOLDSTOCK
Bosque mitago – Roca

HENRY JAMES
Otra vuelta de tuerca – Conaculta

M. R. JAMES
Cuentos – Siruela

STEPHEN KING
El resplandor – Plaza y Janés

T. E. D. KLEIN
Ceremonias macabras – Roca

RICHARD LAYMON
El sótano – Roca

SHERIDAN LE FANU
Carmilla – Fontamara

LORENZO LEÓN
La realidad envenenada o de la arquitectura del horror – Almadía

MATHEW GREGORY LEWIS
El monje – Valdemar

JOHN AJVIDE LINDQVIST
Déjame entrar – Espasa
Descansa en paz – Espasa

H. P. LOVECRAFT
Los mitos de Cthulhu – Alianza
En las montañas de la locura – Alianza
En la cripta – Alianza

BRIAN LUMLEY
Crónicas necrománticas – Timun Mas

ARTHUR MACHEN
El gran dios pan y otros cuentos – Siruela
El terror – Alianza

GEORGE R. MARTIN
Canciones que cantan los muertos – Roca

RICHARD MATHESON
Soy leyenda – Minotauro
La casa infernal – La factoría de ideas

CHARLES MATURIN
Melmoth el errabundo – Valdemar

GUY DE MAUPASSANT
El horla y otros cuentos - Cátedra

GUSTAV MEYRINK
El golem – Juan Pablos

CHARLES NODIER
Infernaliana – Valdemar

CHUCK PALAHNIUK
Fantasmas – DeBolsillo

EDGAR ALLAN POE
Cuentos completos I y II – Alianza

IAN POTOCKI
Manuscrito hallado en Zaragoza – Alianza

HORACIO QUIROGA
Cuentos de amor, de locura y de muerte - Terramar

JEAN RAY
Obras escogidas – Aguilar
Malpertius – Valdemar

MARY W. SHELLEY
Frankenstein – Ediciones B

ROBERT LOUIS STEVENSON
El Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Alianza

BRAM STOKER
Drácula – Conaculta

PETER STRAUB
Fantasmas – Círculo de lectores
Koko – Ediciones B
Casas sin puertas – Ediciones B
Perdidos – Minotauro

FRANCISCO TARIO
Cuentos completos I y II - Lectorum

HORACE WALPOLE
El castillo de Otranto – Valdemar

OSCAR WILDE
El retrato de Dorian Gray – Salvat

JOSÉ LUIS ZÁRATE
La ruta del hielo y la sal - Vid


ANTOLOGÍAS

El sudario de hierro y otros cuentos góticos
Roberto Cueto – Infernalia

Antología de cuentos de terror I, II y III
Rafael Llopis – Alianza

Historias de fantasmas de la literatura inglesa I y II
Michael Cox y R. A. Gilbert – Edhasa

Las mejores historias de terror I-XV
Varios – Roca

Pesadillas
Douglas E. Winter – Grijalbo

Escalofríos
Douglas E. Winter – Grijalbo

El libro de los vampiros
Fontamara

El primer vuelo del vampiro
Factoría ediciones


¿Cuántos han leído?
¿Cuáles agregarían?

lunes, 19 de julio de 2010

EL ENEBRO

En 1990, Peter Straub (un novelista y poeta norteamericano, famoso por sus trabajos en el género del horror, cuyo padre esperaba que fuera atletla profesional, mientras su madre quería un ministro luterano) escribió Casas sin Puertas (Houses without Doors), una colección de seis cuentos largos y siete interludios, entre los que se encuentra el que da nombre a este blog: El enebro (The Juniper Tree).

El libro en general y este cuento en particular (tan efectivo como un dardo) lleva al lector de la mano hasta la puerta del terror y una vez que la atraviesa lo deja solo horrorizado, atrapado, perturbado.

Si quieren saber más de Casas sin Puertas, les recomiendo la lectura de esta excelente reseña realizada por John. C. Tibbetts.

Ahora sí, todo suyo:

El enebro. 
Peter Straub.

Es el patio de una escuela de mi región del Medio Oeste de solares vacíos, ondeando verdes y brillantes con sus lirios atigrados, horribles construcciones nuevas tipo rancho colocadas en hileras sobre el barro reluciente, avenidas sin árboles tostándose al sol. El patio de nuestra escuela es de asfalto negro: en el mes de junio, algunos trozos de asfalto se despegan y se adhieren como chicle a las suelas de nuestras botas de baloncesto.

El patio de recreo es en su mayor parte un espacio negro y vacío, del que irradia calor hacia arriba, como las imágenes defectuosas en una pantalla de televisión averiada. Está rodeado por altas alambradas de espinos. De pie a mi lado se encuentra un chico nuevo llamado Paul.

Aunque ahora casi estamos en el último mes del semestre, Paul, cabello color zanahoria, ojos claros, tan tímido que ni se atreve a preguntar dónde está el retrete, se unió a nosotros hace sólo seis semanas. Las clases le desconciertan, y tiene un tremendo acento sureño. Los alumnos más populares, con murmullos velados y burlones, difunden la terrible noticia de que Paul «habla como un negro». Sus voces suenan casi atemorizadas porque son conscientes de la importancia de lo que están diciendo, de la trascendencia de sus consecuencias.

Paul lleva una camisa de color rojo brillante, demasiado gruesa, demasiado envolvente para el tiempo que hace. Él y yo estamos a la sombra, en la parte trasera de la escuela, ante el muro de ladrillos color crema en el que a nivel de la vista hay una ventana de cristales verdes parecidos a guijarros, acabada de romper, reforzada con trenzado de alambre de cobre.

A nuestros pies están esparcidos algunos pedacitos de vidrio de color verde de apariencia comestible. Los cristalitos se clavan en la suela de nuestros zapatos, son demasiados duros para poderlos romper contra el asfalto blando. Paul, con su voz lenta y melodiosa, me repite que él nunca tendrá amigos en esta escuela. Yo coloco un pie encima de uno de los cristalitos verdes que parecen caramelos y noto cómo se me clava, duro como una bala, en el pie. «Los niños son muy crueles», dice Paul como sin darle importancia. Yo pienso en dejar que el pedacito de cristal se deslice por mi cuello, rebanándolo a lo ancho para permitir que por ahí penetre la muerte.

Paul no regresó a la escuela en otoño. A su padre, que había apaleado a un hombre hasta matarlo en Mississippi, lo habían detenido cuando salía de un cine llamado el Orpheum-Oriental, cercano a mi casa. El padre de Paul había llevado a su familia a ver una película protagonizada por Esther Williams y Fernando Lamas, y cuando salieron, con los labios irritados por las palomitas de maíz saladas, las manos del pequeñín pegajosas después de que le cayera coca-cola encima de ellas, la policía los estaba esperando. Ellos eran gente de Mississippi, y ahora me imagino a Paul sentado ante un escritorio, en una de las plantas de un edificio de oficinas en Jackson, lleno de hombres como él, sentados ante sus escritorios, con sus corbatas impecablemente anudadas, con sus zapatos brillantes de cuero cordobés y una necesaria pero inconsciente expresión de reserva en la comisura de los labios.

En aquel tiempo yo acostumbraba pasar días enteros en el Orpheum-Oriental.

Yo tenía siete años. Dentro de mí sentía la necesidad de desaparecer tal y como había hecho Paul, de no volver a ser visto nunca jamás, de convertirme en un ser ausente, una sombra, un lugar donde una vez había habido algo que ya no era visible.

Antes de conocer a aquel joven-viejo cuyo nombre era «Frank» o «Stan» o «Jimmy», cuando me sentaba ávido de cultura a contemplar las películas del Orpheum-Oriental, observaba a Alan Ladd, Richard Widmark, Glenn Ford y Dañe Clark. El misterio de una desconocida. Martin y Lewis, enredados en el mismo paracaídas en A la guerra con el Ejército. William Boyd y Roy Rogers. Boquiabierto, yo devoraba películas de espías y criminales, deseando que las apasionadas y las de terror consiguieran su objetivo, se saciaran de todo aquello que necesitaban.

La mirada febril de Richard Widmark, la ira de Alan Ladd, los ojos furtivos de Berry Kroeger, de mirada aniñada y observadora, vivaces, con una elegancia absoluta.

Cuando yo tenía siete años, mi padre entró una vez en el cuarto de baño y me descubrió mirándome al espejo. Me dio una bofetada, no con todas sus fuerzas pero sí con bastante dureza, con ira repentina.

—¿Qué te crees que estás mirando? —Tenía la mano preparada para abofetearme otra vez—. ¿Qué te crees que estás viendo?
—Nada —dije yo.
—Nada es lo correcto.

Mi padre era carpintero y trabajaba como un animal, ya derrotado, y nunca tuvo suficiente dinero, como si, aunque fuera de su alcance, existiera alguna cantidad de dinero que pudiera satisfacerle. Por las mañanas iba a su trabajo endurecido como el cemento, con una ira que él apenas percibía. Algunas noches traía a casa a hombres de las tabernas.

Llevaban botellas transparentes de Miller High Life envueltas en bolsas de papel y las colocaban sobre la mesa con un golpe violento que parecía significar: «¡Han llegado los hombres!» Mi madre, que había regresado de su trabajo como secretaria pocas horas antes, nos daba de comer a mis hermanos y a mí, lavaba los platos y nos acostaba a los tres en la cama mientras los hombres gritaban y reían en la cocina.

Se le consideraba un carpintero excelente. Trabajaba despacio y con mucha paciencia, y ahora me doy cuenta de que todo el amor que pudiera tener dentro de él lo volcaba en el garaje alquilado donde tenía su taller. En sus ratos libres escuchaba los partidos de béisbol por la radio. Su vanidad era profesional, no personal, y él creía que un rostro como el mío no tenía que contemplarse.

Como yo vi a «Jimmy» en el espejo, pensé que mi padre también lo había visto.

Un sábado, mi madre nos llevó a los gemelos y a mí en el transbordador que cruzaba el lago Michigan hasta Saginaw —el propósito del viaje era el viaje en sí mismo—, y en Saginaw el barco atracó en el muelle durante veinte minutos antes de volver a cruzar el lago de regreso. Junto con nosotros había mujeres como mí madre: eran sus amigas, liberadas de sus tareas durante el fin de semana, algunas de ellas acompañadas de hombres como mi padre, con sombreros de fieltro y pantalones holgados de fin de semana, que caían acampanados sobre sus zapatos de fin de semana. Las mujeres usaban lápiz de labios de un rojo brillante como la sangre, que dejaba huellas en los cigarrillos y manchaba los dientes. Aquellas mujeres se reían mucho y repetían las palabras que les habían hecho gracia: «perrito caliente», «resbalando y patinando», «cantante de ópera».

Treinta minutos después de la salida, los hombres desaparecieron para dirigirse al bar de cubierta; las mujeres, mi madre entre ellas, colocaron las tumbonas en círculo, unidas por risas, atenciones y cotilleos. Hacían ondear los cigarrillos en el aire. Mis hermanos hacían carreras por la cubierta, con las camisas al viento, y el pelo pegado a la cabeza por el sudor, como si fuera pegamento. Cuando empezaban a pelearse, mi madre les obligaba a sentarse en las tumbonas vacías. Yo estaba sentado en la cubierta, contra la barandilla, silencioso. Si alguien me hubiera preguntado: «¿Qué quieres hacer esta tarde? ¿Qué quieres hacer durante el resto de tu vida?», yo le habría respondido: «Quiero quedarme exactamente aquí, quiero quedarme aquí para siempre.»

Después de un rato me levanté y me separé de las mujeres. Crucé la cubierta y entré en el bar por una puertecita. Las paredes estaban recubiertas de material oscuro y veteado que imitaba a la madera. El olor a cerveza y a tabaco y el sonido de las voces de los hombres llenaban aquel espacio cerrado. En el bar había aproximadamente unos veinte hombres, hablando y gesticulando, con los vasos a medio llenar.

De repente, un hombre con una mata de pelo rubio y sucio se separó de los demás. Vi moverse sus hombros y se me pusieron los pelos de punta; se me encogió el estómago y pensé: Jimmy. «Jimmy.» Pero cuando el hombre se dio la vuelta, hundiendo sus hombros en algún éxtasis provocado por la cerveza y la compañía masculina, me di cuenta de que era un extraño, de que después de todo no era «Jimmy».

Yo estaba pensando: «Algún día, cuando sea libre, cuando haya salido de este cuerpo y esté en una ciudad cuyo nombre ni siquiera sé ahora, recordaré esto desde el principio hasta el fin, y entonces me liberaré de ello.»

Las mujeres flotaban por encima del lago vacío, riéndose y exhalando nubes de humo de los cigarrillos. Los hombres también, tan alborotados como los niños en el patio de la escuela de asfalto pegajoso, con sus trocitos de cristal verde con aspecto de caramelos esparcidos por el suelo.

* * *

En aquellos días yo sabía que era diferente del resto de mi familia, como un islote entre mis padres y los gemelos. Aquellas parejas que me envolvían como paréntesis dormían en camas dobles, en habitaciones contiguas, en la parte trasera de la planta baja del dúplex, propiedad del ciego que vivía en el piso de arriba. Mi cama, un catre codiciado por los gemelos, estaba en la habitación de éstos. Una línea invisible de gran autoridad dividía mi territorio y mis posesiones de las de ellos.

Esto es lo que sucedía cada mañana en nuestra mitad del dúplex. Mi madre era la primera en levantarse. La oíamos ducharse, y luego oíamos ruidos de cajones que se cerraban y de tazones y jarras de leche que se colocaban sobre la mesa. El olor del tocino friéndose para mi padre, que aporreaba la puerta y gritaba los nombres de mis hermanos: «¡No me obliguéis a entrar ahí!» El alboroto ruidoso e infantil de mis hermanos levantándose de la cama. Nosotros tres entrando en tromba en el cuarto de baño tan pronto como salía mi padre. El cuarto de baño estaba lleno de vapor, con un fuerte hedor a mierda y el olor más penetrante, casi palpable, del afeitado, un olor a espuma y a pelos del bigote amputados. Todos hacemos pipí al mismo tiempo en el retrete. Mi madre se irrita cada vez más mientras intenta vestir a los gemelos para poderlos bajar a la calle y llevárselos a la señora Candee, a quien se le entrega semanalmente un billete de cinco dólares para que cuide de ellos. Se supone que yo tengo que dedicarme a correr todo el día de un lado a otro del patio de recreo de la Escuela de Verano, vigilado por dos muchachas adolescentes que viven a una manzana de nosotros. (Yo sólo fui dos veces a la Escuela de Verano.) Después de ponerme ropa interior y calcetines limpios, la camisa de diario y los pantalones, entro en la cocina mientras mi padre acaba de desayunar. Está comiendo lonchas de tocino y tostadas de color marrón dorado untadas con mantequilla. En un cenicero situado frente a él se está consumiendo un cigarrillo. Todos los demás ya se han ido. Mi padre y yo podemos oír al ciego aporreando el piano en su sala de estar. Yo me siento ante un tazón de cereales. Mi padre me mira, desvía la mirada. Furioso con el ciego por tocar el piano a estas horas de la mañana, empieza a sudar. Sus mejillas y su frente brillan como las tostadas doradas. Mi padre me lanza una mirada, y sabiendo que no puede retrasar esto por más tiempo, se mete la mano en el bolsillo de mala gana y deposita dos monedas de veinticinco centavos sobre la mesa. Las chicas de la escuela superior cobran veinticinco centavos al día, y los otros veinticinco son para mi comida. «No pierdas el dinero», dice cuando cojo las monedas. Mi padre se acaba el café, coloca el plato y la taza dentro de la fregadera abarrotada, me mira otra vez, se palpa el bolsillo para ver si tiene las llaves y dice: «Cierra la puerta cuando salgas.» Le digo que cerraré la puerta. Coge su caja de herramientas gris y su cesto negro con la comida, se encasqueta el sombrero y se marcha, golpeando la caja de herramientas contra el marco de la puerta.

La caja deja una amplia marca gris como la mancha que dejaría a su paso la piel de alguna criatura furiosa.

Entonces me quedo solo en casa. Regreso al dormitorio, cierro la puerta, coloco una silla bajo el pomo de la puerta, y me pongo a leer las historietas de El Halcón Negro, Henry y El Capitán Marvel, hasta que al fin se hace la hora de ir al cine.

Mientras estoy leyendo, todo en la casa parece vivo y peligroso. Puedo oír el teléfono del vestíbulo repiqueteando en su soporte, la radio haciendo chasquidos mientras intenta ponerse en marcha y hablarme. Los platos se agitan y tintinean en la fregadera. En esos momentos, todos los objetos, incluso las pesadas sillas y el sofá, cobran vida, violentos como el fuego que envuelve el firmamento que yo no puedo ver y que se extiende a toda velocidad atravesando callejones y pasadizos secretos por debajo de las calles. En esos momentos otras personas se esfuman como el humo.

Cuando retiro la silla de la puerta, la casa se queda inmediatamente en silencio y recobra la quietud, como un animal salvaje que finge dormir. Todas las cosas, tanto de dentro como de fuera, se vuelven a colocar hábilmente en su sitio, los fuegos se aplacan y los hombres y las mujeres vuelven a aparecer en las aceras. Tengo que abrir la puerta y lo hago. Cruzo velozmente la cocina y la sala de estar hasta llegar a la puerta principal, sabiendo que si miro con demasiada atención alguno de los objetos lo volvería a despertar inmediatamente. Tengo la boca muy seca y la lengua muy pesada. «Me voy», le digo a nadie. Todas las cosas de la casa me oyen.

* * *

La moneda de veinticinco céntimos entra en la ranura situada bajo la ventanilla, y la entrada sale por la ranura. Durante mucho tiempo, antes de conocer a «Jimmy», creí que a menos que conservaras el resguardo de la entrada sin doblar y guardado en un bolsillo de la camisa, en cualquier momento, en medio de la proyección de la película, podía aparecer el acomodador por el pasillo, agarrarte y echarte a la calle. Así que me lo meto en el bolsillo, atravieso rápidamente las grandes puertas que conducen al recinto refrigerado, cruzo el vestíbulo, y entro por una puerta giratoria con una ventanilla.

La mayoría de los clientes asiduos de las sesiones diurnas del Orpheum-Oriental ocupa cada día los mismos asientos. Yo soy uno de los que vienen a diario. Un grupito de vagabundos charlatanes se sienta en el extremo derecho de la sala, en las filas situadas bajo los candelabros, sujetos a las paredes como antorchas de bronce. Los vagabundos escogen esos asientos para así poder examinar sus papeles, sus «documentos», y enseñárselos unos a otros durante el pase de la película. Siempre están obsesionados con la posibilidad de haber perdido alguno de esos documentos, por lo que con frecuencia comprueban si aún siguen en el interior de los sobres mugrientos donde los guardan.

Yo me acomodo en el asiento de la punta, en el lado izquierdo del grupo central de butacas, justo frente al amplio pasillo horizontal del centro. Así puedo estirar las piernas. Otras veces me siento en el centro de la última fila, o en la primera; algunas veces, cuando el anfiteatro está abierto, subo y me siento en la primera fila, porque ver una película desde allí es como ser un pájaro y volar hacia abajo para introducirme en la película. Resulta delicioso estar solo en el cine. Las cortinas cuelgan pesadamente, rojas, anticipantes; las antorchas simuladas resplandecen en las paredes. En la pintura roja hay remolinos dorados enroscados. Los días en que me siento cerca de la pared, toco con mi mano el material rojo, que parece cálido y suave, pero mis dedos sólo encuentran una humedad helada. La alfombra que cubre el Orpheum-Oriental debió de ser en otro tiempo de un color marrón vivo; ahora es oscura, de un color indeterminado, salpicada de manchas rosas y grises, como tiritas derretidas que no son más que restos de chicle. Del interior de aproximadamente una tercera parte de los asientos sale espuma de lana gris sucia procedente de los cortes en la felpa gastada.

En un día ideal veo dibujos animados, un documental sobre viajes, unas secuencias de las próximas películas, una película, más dibujos animados y otra película, antes de que alguien más entre en el cine. Este ciclo completo es tan satifactorio como una comida. Otras mañanas, cuando entro, hay diseminadas por el cine unas cuantas viejas con sombreros estrafalarios, algunas mujeres jóvenes ocultando los rulos bajo un pañuelo, y unas pocas parejas de adolescentes. Ninguna de estas personas presta atención a nada que no sea la pantalla, y en el caso de los adolescentes sólo prestan atención a su pareja.

Una vez, un hombre de unos veinte años, con el pelo como un manojo de paja, estaba sentado en el amplio pasillo central cuando yo me coloqué en mi asiento. Gimió. Tenía sangre seca con aspecto de oxidada en el mentón y en su sucia camisa blanca. Gimió otra vez y luego se puso a cuatro patas. La alfombra que tenía debajo estaba manchada con lo que parecían miles de gotas rojas. El joven se levantó tambaleándose y empezó a andar pasillo arriba haciendo eses. Le envolvía una nube de luz solar, brillante y superficial, hasta que entró en ella y desapareció.

A principios de julio le dije a mi madre que las chicas de la escuela superior habían aumentando el número de horas de asistencia a la Escuela de Verano, porque yo quería tener la seguridad de poder ver las dos películas dos veces antes de regresar a casa. Después de aquello logré aprenderme el ritmo de las costumbres del cine, lo cual no sucedió de la noche a la mañana, sino que se fueron revelando gradualmente, de modo que a mediados de la primera semana ya sabía cuándo empezarían los vagabundos a colocarse en los asientos situados debajo de los candelabros de pared. Solían venir los martes y los viernes poco después de las once de la mañana, que era la hora en que la tienda de bebidas que había un poco más abajo, en la misma manzana, abría para
abastecerlos con las medianas y los quintos de cerveza que les servían de alimento. Hacia el final de la segunda semana ya sabía cuándo se marchaban los acomodadores del interior del cine para sentarse en los bancos acolchados del vestíbulo y encender los Luckies y Chesterfields, y cuándo empezaban a aparecer los viejos y las viejas. Al final de la tercera semana, me sentía simplemente como la pieza más pequeña de una máquina grande y ordenada. Antes de empezar la segunda proyección de Hermoso Hawaii o Curiosidades de continentes lejanos, salía afuera, al mostrador, y con la segunda moneda de veinticinco centavos me compraba una bolsa de palomitas de maíz o una bolsa de caramelos Good & Plenty.

En un cine no hay nada fortuito, excepto los clientes y los problemas con la cámara de proyección. Las cintas de películas se rompen y las luces fallan; el encargado de la proyección se emborracha o se queda dormido, y la pantalla presenta una superficie blanco amarillenta al público que silba y da patadas en el suelo. Estas inconsecuencias se asemejan a las tormentas de verano: se olvidan tan pronto como acaban.

Las luces, los encargados de proyección, las bolsas de palomitas de maíz y de caramelos, las películas, todo se ve agrandado cuando se ha contemplado una y otra vez. Poco a poco me di cuenta de que esta profundización y ampliación, este agrandamiento, era el motivo por el que las películas se proyectaban una vez tras otra durante todo el día. La máquina se revelaba con más seguridad en las repeticiones exactas y límpidas de las palabras y los gestos de los actores cuando se movían a través del argumento. Cuando Alan Ladd preguntaba a «Blackie Frachot», el gángster moribundo: «¿Quién lo hizo, Blackie?», su voz se ensanchaba como un río, se hacía más dulce, con una ternura prácticamente evidente que yo había aprendido a oír: la voz dentro de la voz que hablaba.

* * *

El misterio de una desconocida relataba la investigación llevada a cabo por un periodista llamado «Ed Adams» (Alan Ladd), sobre la tragedia de una joven misteriosa, «Rosita Jandreau», que había muerto de tuberculosis cuando se encontraba sola en la habitación de un hotel de ínfima categoría. El periodista pronto se entera de que ella tenía muchos nombres, muchas identidades. Había estado enamorada de un arquitecto, de un gángster, de un profesor tullido, de un boxeador y de un millonario, y a cada uno de ellos le había mostrado una faceta diferente de su persona. De una forma demasiado fácil de prever, se lamenta mi yo adulto, el obsesionado «Ed» se enamora de «Rosita.» Cuando yo tenía siete años había pocas cosas fáciles de prever —todavía no había visto Laura—, y veía a un hombre guiado por la necesidad de comprender, lo que equivalía a la necesidad de proteger. «Rosita Jandreau» era la personificación de la memoria, lo que significaba misterio.

A través de las secuencias de sus identidades, de las diversas personalidades que había mostrado al hermano, al boxeador, al millonario, al gángster y a todos los demás, mantenía íntegra su memoria. Yo estuve viendo dos veces al día, durante dos semanas, antes y durante «Jimmy», a la máquina dentro de la máquina. No existía diferencia entre el amor y la memoria. Tanto el amor como la memoria nos preparaban para la muerte. (Esto no lo entendí, pero lo vi.) El periodista, Alan Ladd, con su sucio cabello rubio, su mandíbula perfecta, su sonrisa brillante y herida, animaba la vida de la mujer, haciendo que la memoria de ella fuera también la de él.

«Creo que tú eres el único que la ha comprendido», dice Arthur Kennedy, el hermano de «Rosita», a Alan Ladd.

La mayoría de la gente exige el estímulo de la sensación, la mayoría de la gente debe reunir y gastar dinero, luchar por encontrar formas más fáciles y temporales del amor, debe alimentarse por sí misma, vender periódicos, destruir las conspiraciones de los enemigos mediante las propias conspiraciones...

«No sé lo que quieres —dice "Ed Adams" al director del periódico The Journal—. Tienes dos asesinatos...»

* * *

«... y una mujer misteriosa», digo al mismo tiempo que él. Su voz es dura e indiferente, la voz de un hombre herido que está actuando. El hombre sentado a mi lado se ríe. A diferencia de esta voz normal, su risa es intensa y aguda. Es la segunda vez en el día de hoy que proyectan El misterio de una desconocida, estamos a primera hora de la tarde, y después del próximo pase de A la guerra con el Ejército, tendré que irme pasillo arriba y salir del cine. Serán las cinco menos veinte y el sol todavía estará brillando por encima de los edificios color crema a lo largo del amplio y solitario bulevar Sherman.

Encontré al hombre, o mejor dicho, él me encontró a mí, en el puesto de caramelos. A primera vista sólo era una figura alta, rubia vestida de oscuro. No me preocupé de él en absoluto, no me importaba lo más mínimo. Era impreciso incluso cuando hablaba.

—Son buenas las palomitas de maíz. —Le dirigí una mirada. Tenía ojos azules pequeños, y dientes careados que me sonreían. Llevaba barba de unos días. Desvié la mirada y el hombre uniformado que estaba detrás del mostrador me dio mis palomitas—. Son buenas para ti. Quiero decir que están hechas de algo bueno, que viene directamente de la tierra. Crece en plantas tan altas como yo, igual que los demás cereales. ¿Sabías eso?

Al ver que yo no le contestaba, se echó a reír y se puso a hablar con el hombre que estaba detrás del mostrador.

—Él no lo sabía, el chico creía que las palomitas de maíz crecían dentro de los palomitones. —El hombre del mostrador se alejó.
—¿Vienes a menudo por aquí? —me preguntó el desconocido.
Me puse unas cuantas palomitas en la boca y me volví hacia él. Me estaba enseñando sus dientes careados.
—Sí que vienes —dijo él—. Tú vienes mucho por aquí.
Yo asentí.
—¿Cada día?
Volví a asentir.
—Y en casa decimos mentirijillas sobre lo que hemos estado haciendo todo el día, ¿no es verdad? —preguntó, apretando los labios y alzando las cejas como un mayordomo de una película cómica. De repente cambió de actitud y todo en él se volvió serio. Me miraba pero no me veía—. ¿Tienes algún actor favorito? Yo tengo uno: Alan Ladd. Y vi —ambos vimos y comprendimos— que él creía que se parecía a Alan Ladd. En realidad sí que se parecía, al menos un poco. Cuando me di cuenta del parecido, lo vi como una persona diferente, con mucho más encanto. Estaba lleno de encanto, como si estuviera actuando, representado el papel de un joven andrajoso con dientes irregulares y careados.

—Me llamo Frank —dijo, a la vez que alargaba la mano—. ¿Me das la mano?
Le di la mano.
—Las palomitas son buenas de verdad —dijo, e introdujo la mano dentro de la bolsa
—. ¿Quieres que te cuente un secreto?
Un secreto.
—Yo he nacido dos veces. La primera vez fallecí. Fue en una base del Ejército. Todo el mundo me decía que debería haberme alistado en la Marina, y todo el mundo tenía razón. Así que me vi obligado a nacer en otro sitio. No todo el mundo encaja en el Ejército, ¿sabes? —Me sonrió—. Ahora ya te he contado mi secreto. Entremos, me sentaré contigo. Todo el mundo necesita compañía y tú me caes bien. Pareces un buen chico.

Me siguió hasta mi asiento y se sentó a mi lado. Cuando yo repetía las frases al mismo tiempo que los actores, él se reía.

Luego dijo...
Luego se inclinó hacia mí y dijo...
Se inclinó hacia mí, con su aliento de vino amargo sobre mí y cogió...
—No.
—Allí fuera te estaba tomando el pelo —dijo—. Mi verdadero nombre no es Frank. Bueno, era mi nombre. Antes. ¿Comprendes? Durante un tiempo mi nombre era Frank. Pero ahora mis amigos de verdad me llaman Stan. Este nombre me gusta. Stanley el Vigoroso. El Gran Stan. Stan el Capitán. ¿Lo ves? Suena muy bien.

* * *

—Nunca serás carpintero —me dijo—. Nunca serás nada que se le parezca, se te ve en la cara. A mí me pasaba lo mismo, así que sé lo que digo, lo sé todo de ti con sólo mirarte.

Dijo que había sido oficinista en Sears; después había trabajado como vigilante de unos edificios de apartamentos propiedad de un individuo que había sido amigo suyo en algún tiempo, pero que ya no lo era. Luego fue conserje de un instituto de enseñanza media, precisamente aquel al que mi escuela enviaba sus alumnos.

—Me pusieron de patitas en la calle por culpa de la bebida; es la historia de mi vida —dijo—. Aquellas hijas de puta me sorprendieron bebiendo abajo, en el sótano, en una habitación que yo utilizaba, y me echaron sin decirme ahí te pudras. Tío, era mi habitación. Mi hogar. Las mejores cosas del mundo te pueden hacer las peores cosas, ya te darás cuenta de eso algún día. Y cuando vayas a esa escuela, espero que recuerdes lo que me hicieron allí.

En estos días se dedicaba a descansar. Holgazaneaba, iba al cine.

—Tienes algo especial —dijo—. Los tipos como yo somos algo raros, vemos esas cosas.
Estuvimos sentados juntos mientras duró la segunda película, con Dean Martin y Jerry Lewis, a gusto y riéndonos.

—Esos tipos son todavía más gandules que nosotros —comentó. Yo pensaba en Paul, envuelto en su camisa roja, apoyado en la pared de la escuela, aprisionado por su incapacidad de ser como los demás que le rodeaban.

—¿Volverás mañana? Si estás por aquí, te buscaré.
—Eh, confía en mí. Sé quién eres.
—¿Sabes, esa cosita con la que haces pis? —dijo inclinándose hacia un lado y susurrándome al oído—. Eso es lo mejor que posee un hombre. Confía en mí.

* * *

El gran parque providencial situado cerca de nuestra casa, dos calles más allá del Orpheum-Oriental, está dividido en tres zonas diferentes. Muy cerca de las amplias puertas de hierro que dan al bulevar Sherman, por las que entramos en el parque, accedemos a un estanque vadeable, separado de un parque infantil con una estructura para trepar, columpios y una fila de balancines, por un seto verde de poca altura de aspecto tan elástico que parece artificial. Cuando yo tenía dos y tres años, me zambullía en el estanque de agua tibia y trepaba por las cadenas de los columpios, subiendo cada vez más alto, con una mezcla de pánico, gozo y obligación fastidiosa tan estrechamente unidos que nadie los podía separar.

Más allá del estanque y del parque infantil estaba el zoo. Mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí al parque infantil y al estanque vadeable, y ella se sentaba en un banco a fumar mientras jugábamos. Mis padres nos llevaban al zoo. Un elefante extendía la trompa hasta la palma de la mano de mi padre y con mucha delicadeza aspiraba los cacahuetes para llevárselos al buche. La jirafa se estiraba hacia las hojas, cada vez más escasas, que se hallaban por encima de su jaula. Los leones dormitaban sobre ramas rotas y paseaban por detrás de los barrotes, mirando no lo que había en el exterior sino las extensas praderas cubiertas de hierba impresas en su memoria. Yo sabía que los leones tienen el poder de no vernos, de mirar directamente a África a través nuestro. Pero cuando en vez de ver África te veían a ti, miraban directamente a tus huesos, veían la sangre circulando por tu cuerpo. Los leones eran de un color marrón dorado, pacientes y de ojos verdes. Me reconocían y podían leer mis pensamientos. A los leones yo ni les gustaba ni les disgustaba, no me encontraban a faltar durante los largos días laborables, pero me incorporaron al círculo de seres conocidos.

(«No deberías haberme mirado de esa manera», dice June Havoc, «Leona», a «Ed Adams». No es su intención, en absoluto.)

Pasado el zoo y al otro lado de una calle estrecha del parque por la que los trabajadores del parque vestidos de color caqui empujaban carritos cargados de flores, había una amplia e inesperada extensión de césped bordeada de parterres y álamos altos, un espacio abierto oculto como un secreto entre las jaulas de los animales y los álamos.

Mi padre era el único que me llevaba a esa parte del parque. Allí trataba de convertirme en un jugador de béisbol.

—Despega el bate de los hombros —ordenó—. Por el amor de Dios, ¿vas a conseguir darle a la bola o no?

Cuando de nuevo no le doy a la bola que él me lanza, con un tiro lento e impecable, da una vuelta sobre sí mismo, levanta el brazo y de un modo teatral pregunta a todos los que están por allí:

—¿De quién es hijo este muchacho? ¿Alguien me lo puede decir?

Mi padre nunca me ha preguntado sobre la Escuela de Verano a la que se suponía que yo asistía, y yo nunca le hablé del Orpheum-Oriental; nunca llegaré a estar tan cerca de él como ahora para hablarle, porque «Stan», Stanley el Vigoroso, me ha dicho cosas que no pueden ser ciertas, que deben de ser invenciones y fábulas que forman parte del mundo de los niños que andan perdidos por el bosque, de gatos que hablan y botas de plata llenas de sangre. En ese mundo, los niños descuartizados, enterrados bajo los enebros, pueden levantarse y hablar, volver a recomponerse otra vez. Las fábulas están llenas de explosiones subterráneas y fuegos ocultos, y por esta razón la memoria las rechaza, las aparta de su vista, deben repetirse una y otra vez. Yo no puedo recordar el rostro de «Stan», ni siquiera estoy seguro de poder recordar lo que dijo. Dean Martin y Jerry Lewis son vagos como nosotros. Sólo estoy seguro de una cosa, de que mañana voy a ver otra vez a mi amigo, mi último amigo, el que más miedo me da, el más interesante.

—Cuando yo tenía tu edad —dice mi padre—, mi mayor deseo era dedicarme profesionalmente al béisbol Y en cambio tú eres tan miedoso o perezoso que ni siquiera te atreves a despegar el bate de tu hombro. ¡Por Dios! No soporto mirarte ni un minuto más.

Se da media vuelta y empieza a andar rápidamente hacia el sendero estrecho del parque y hacia el zoo, para regresar a casa, y yo le sigo corriendo. Recupero la pelota blanda que él ha lanzado entre los arbustos.

—¿Qué coño crees que vas a hacer cuando seas mayor? —pregunta mi padre, con sus ojos todavía fijos en la distancia—. ¿En qué crees que consiste la vida? Lo cierto es que nunca te daría trabajo. Nunca te confiaría las herramientas de carpintero, ni siquiera me fiaría de que pudieras sonarte correctamente. A veces me pregunto si en el hospital no nos darían un bebé por otro.

Yo lo sigo, arrastrando el bate con una mano, y con la otra acunando la pelota en el bolsillo del guante de béisbol.

A la hora de cenar, mi madre me pregunta si me divierto en la escuela, y yo le respondo que sí. Del cajón del armario de mi padre ya he cogido lo que «Stan» me dijo que le consiguiera, y el objeto quema en mi bolsillo como si estuviera ardiendo. Yo quiero preguntar: ¿de verdad es real y no sólo un cuento? ¿Es que siempre lo peor tiene que ser lo verdadero? Por supuesto, no puedo preguntarlo. Mi padre no sabe nada sobre cosas peores; él ve lo que desea ver, o lo intenta con tanto empeño que cree que lo ve.

—Supongo que algún día conseguirá parar una pelota lanzada desde mucha distancia. Lo que necesita el chico es practicar más. —Intenta sonreírme, a mí, al chaval que algún día aprenderá a parar una bola lanzada desde lejos.

Está empuñando el cuchillo, a punto de untar el filete que tiene en el plato con un poquito de mantequilla. Ni siquiera es capaz de verme. Mi padre no es un león, él no puede desconectar y ver lo que tiene realmente delante de él.

Por la noche, Alan Ladd estaba arrodillado junto a mi cama. Vestía un elegante traje de color gris y su aliento olía a clavo.

—¿Te encuentras bien, hijo?
Yo asentí.
—Sólo quería decirte que me gusta verte allí fuera cada día. Eso significa muchísimo para mí.
—¿Te acuerdas de lo que te estaba hablando?

Y yo lo sabía: era cierto. Él había dicho aquellas cosas y las repetiría como un cuento de hadas, y el mundo iba a cambiar porque iba a ser visto con ojos nuevos. Me sentía enfermo, atrapado en el cine como en una jaula.

—¿Piensas en lo que te dije?
—Claro —respondí yo.
—Eso está muy bien. ¿Sabes una cosa? Tengo ganas de cambiar de asiento. ¿Tú también quieres cambiar de asiento?
—¿Adonde quieres ir?
Inclinó la cabeza hacia atrás y me di cuenta de que él quería cambiarse a la última fila.
—Vamos. Quiero enseñarte una cosa. Nos cambiamos de sitio.

Estuvimos mucho rato mirando la película desde la última fila, prácticamente solos en el cine. Poco después de las once, entraron tres vagabundos y se dirigieron a sus asientos habituales al otro extremo del cine: un tipo desgreñado de barba gris al que ya había visto muchas veces con anterioridad, un hombre gordo con un rostro rechoncho y aplastado que también me era familiar, y uno de los harapientos, uno de los jóvenes de aspecto salvaje que frecuentaba tanto la compañía de los vagabundos que ya no se le podía distinguir de ellos. Empezaron a pasarse una botella plana marrón de mano en mano. Después de un segundo recordé al joven: una mañana le había sorprendido despierto, desfallecido y manchado de sangre en el pasillo central.

Entonces me pregunté si «Stan» era quizás el joven a quien yo había visto aquella mañana; se parecían como si fueran hermanos gemelos, aunque yo sabía que no lo eran.

—¿Quieres un trago? —preguntó Stan, enseñándome su mediana de cerveza—. Te irá bien.

Con valentía, sintiéndome privilegiado y adulto, agarré la botella de Thunderbird y me la llevé a la boca. Quería que me gustara, deseaba compartir aquel placer con «Stan», pero tenía un gusto horrible, a basura, y el sorbito que me tragué me ardía por toda la garganta.

Hice una mueca y él me dijo:
—Este mejunje no es realmente tan malo. Sólo hay una cosa en el mundo que te pueda hacer sentir mejor que esto. Colocó una mano sobre mi muslo y lo apretó.
—Te estoy dando un pequeño empujoncito, ¿sabes? Sólo porque me caíste bien la primera vez que te vi. —Se inclinó hacia mí y me miró—. ¿Me crees? ¿Te crees las cosas que te digo? Yo le respondí que suponía que sí.
—Tengo pruebas. Te demostraré que es verdad. ¿Quieres ver mi prueba?

Al ver que yo permanecía silencioso, «Stan» se inclinó más cerca de mí, envolviéndome con el hedor a cerveza Thunderbird.

—¿Sabes, esa cosita con la que haces pis? ¿Recuerdas que te conté lo grande que se pone cuando uno tiene trece años? ¿Recuerdas que te conté la sensación tan increíble que se tiene? Bueno, pues ahora tienes que confiar en Stan, porque Stan va a confiar en ti. —Puso su rostro junto a mi oído—. Después te contaré otro secreto. Retiró la mano de mi muslo y la cerró con fuerza alrededor de mi mano, empujándola hacia su entrepierna. —¿Sientes algo?

Asentí, pero no podría describir lo que sentí mucho mejor de lo que un ciego puede describir a un elefante.

«Stan» sonrió con los labios apretados y se bajó la cremallera de un modo que hasta yo pude darme cuenta de que estaba nervioso. Se metió la mano en los pantalones, estuvo manipulando algo y seguidamente extrajo de allí una porra sólida y gruesa, cuya apariencia no tenía nada de humana. Yo estaba tan asustado que pensé que iba a vomitar, así que me puse a mirar de nuevo la pantalla. Cadenas invisibles me retenían sujeto a mi asiento. —¿Lo ves? Ahora puedes entenderme.

Entonces se dio cuenta de que yo no lo estaba mirando. —Chico, mira aquí. Te he dicho que mires. No te va a hacer ningún daño.

Yo no podía mirar hacia abajo. No veía nada. —Vamos, tócalo, mira qué tacto tiene. Moví la cabeza en señal de negación.

—Voy a decirte una cosa. Me caes muy bien. Creo que somos amigos. Esto que estamos haciendo no lo encuentras normal porque es la primera vez; sin embargo la gente lo hace constantemente. Tu mamá y tu papá lo hacen con mucha frecuencia, pero ellos no te hablan de eso. Nosotros somos amigos, ¿no es así?

Asentí estúpidamente. En la pantalla, Berry Kroeger le decía a Alan Ladd: «Déjala, olvídate de ella, ella es puro veneno.»

—Bueno, esto es lo que hacen los amigos que se gustan, como tu mamá y tu papá. Mira esta cosa, ¿quieres? Vamos.

¿Se gustaban mi mamá y mi papá? Me apretó el hombro y miré.

Ahora aquella cosa se había doblado sobre sí misma y estaba inclinada hacia un lado contra la tela de los pantalones. Casi en el momento que miré, se empezó a mover y a abrirse camino hacia afuera, como la vara de un trombón.

—¡Así! —dijo él—. Le gustas, lo has puesto en marcha. Dime que a ti también te gusta.

El terror me impedía hablar. Mi cerebro se había convertido en polvo.

—Ya sé... vamos a llamarle Jimmy. Digamos que se llama Jimmy. Ahora que ya os conocéis, dile hola a Jimmy.
—Hola, Jimmy —saludé, y a pesar de mi terror no pude evitar soltar una risita tonta.
—Ahora continúa, tócalo.
Extendí la mano lentamente y apoyé la punta de los dedos sobre «Jimmy».
—Acarícialo. Jimmy quiere que lo acaricies.

Con las puntas de los dedos di dos o tres palmaditas a «Jimmy» y éste se alzó unos pocos centímetros más y se quedó tan rígido como una tabla de surf.

—Desliza tus dedos por encima de él hacia atrás y hacia adelante. «Si echo a correr —pensé—, me cogerá y me matará. Si no hago lo que dice, me matará.» Restregué la punta de los dedos hacia atrás y hacia adelante, moviendo la fina piel por encima de las venas.

—¿Puedes imaginarte a Jimmy penetrando a una mujer? Ahora puedes ver lo que tendrás cuando seas un hombre. Sigue así, pero agárralo con toda la mano. Y dame lo que te pedí.

Inmediatamente retiré mi mano de «Jimmy», y de mi bolsillo trasero extraje el pañuelo limpio de mi padre.

Cogió el pañuelo con su mano izquierda y con la derecha agarró mi mano guiándola otra vez hacia «Jimmy».
—Lo estás haciendo estupendamente bien —murmuró.

En mi mano, «Jimmy» tenía un tacto caliente y ligeramente pegajoso. No podía rodearlo completamente con los dedos debido a su anchura. Me zumbaba la cabeza.

—¿Es Jimmy tu secreto? —me atreví a preguntar.
—Mi secreto viene después.
—¿Puedo parar ya?
—Te cortaré en pedacitos si lo haces —dijo. Y como me quedé petrificado, me despeinó el cabello y murmuró—: Eh, ¿no te das cuenta cuando alguien bromea? De verdad que ahora me siento muy feliz contigo. Eres el mejor chico del mundo. Tú también querrías que te lo hiciera si supieras lo bien que uno se siente.

Después de lo que me pareció una eternidad, mientras Alan Ladd saltaba de un taxi, «Stan» arqueó bruscamente la espalda, hizo una mueca y susurró: «¡Mira!» Todo su cuerpo se movió espasmódicamente, y yo, demasiado asustado para soltarlo, seguí sosteniendo a «Jimmy» y observé como de éste salía un chorro de leche espesa, color marfil, que caía casi incesantemente sobre el pañuelo. La espesa leche empezó a despedir un olor totalmente extraño, pero tan familiar como el del retrete o el de la orilla del lago.

Stan suspiró, dobló el pañuelo y volvió a colocar a «Jimmy», que se estaba volviendo blando, dentro de sus pantalones. Se inclinó sobre mí y me besó en la cabeza. Creo que casi me desmayé. Me sentía ligeramente, inútilmente muerto. Todavía percibía a «Jimmy» latiendo sobre la palma y los dedos de mi mano.

Cuando llegó la hora de regresar a mi casa, me reveló su secreto: su nombre verdadero no era Stan sino Jimmy. Había estado ocultando su verdadero nombre hasta saber si podía confiar en mí.

—Mañana —dijo él acariciando mi mejilla con sus dedos—. Mañana nos volveremos a ver. Pero no tienes que preocuparte por nada. Confío en ti lo suficiente como para revelarte mi verdadero nombre. Tú confiaste en que yo no te haría daño, y no te lo hice. Tenemos que confiar el uno en el otro y no decir a nadie nada sobre esto, o los dos vamos a tener muchos problemas.

—No diré nada —respondí yo.
—Te amo.
—Te amo, sí, te amo.
—Ahora compartimos un secreto —dijo, doblando el pañuelo en cuatro dobleces y colocándolo nuevamente en mi bolsillo—. Un gran amor tiene que permanecer en secreto, sobre todo cuando un muchacho y un hombre se están conociendo y aprendiendo a hacerse felices y a ser buenos amigos que se quieren; no hay mucha gente que lo pueda entender, así que hay que proteger la amistad. Cuando salgas de aquí —continuó diciéndome—, debes olvidar lo que ha sucedido. En caso contrario la gente intentará hacernos daño.

Después de aquello yo sólo podía recordar la confusión de El misterio de una desconocida, cómo la historia había empezado a avanzar muy deprisa, saltándose personajes y escenas enteras, cómo durante varios intervalos los actores habían movido sus labios sin pronunciar palabra. Pude ver a Alan Ladd saliendo de un taxi, mirándome a los ojos fijamente a través de la pantalla, demostrando que me conocía. Mi madre comentó que me veía pálido, y mi padre replicó que era porque no hacía bastante ejercicio. Los gemelos miraron por encima de sus platos y luego continuaron llevándose a la boca cucharadas de macarrones con queso.

—¿Has estado alguna vez en Chicago? —pregunté a mi padre, quien me preguntó a su vez para qué quería saberlo—. ¿Has conocido alguna vez a algún actor de cine? —le pregunté.

—Este muchacho debe tener fiebre —contestó mi padre. Los gemelos soltaron unas risitas.

Ya entrada la noche, Alan Ladd y Donna Reed entraron juntos en mi dormitorio, moviéndose con una teatralidad brusca y serena a la vez, y se arrodillaron al lado de mi cama. Me sonrieron. Sus voces eran muy tranquilizadoras.

—Hoy he visto que te has perdido algunas cosas —dijo Alan—. No debes preocuparte por nada, yo cuidaré de ti.
—Lo sé —respondí yo—. Soy tu más ferviente admirador.

Entonces la puerta se abrió de golpe y mi madre asomó la cabeza. Alan y Donna sonrieron y se levantaron para dejarle paso. No me di cuenta de en qué momento habían retrocedido.
—¿Estás todavía despierto?
Asentí.
—¿Te encuentras bien, cariño?
Asentí otra vez, temiendo que Alan y Donna se marcharan si ella se quedaba mucho rato.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo ella—. El sábado de la semana que viene os llevaré a ti y a los gemelos al lago Michigan con el transbordador. Vamos a ser un grupo muy grande, será muy divertido.
—Qué bien, me gustará.

* * *

—He estado pensando en ti toda la noche y toda la mañana.

Cuando entré en el vestíbulo, él estaba reclinado sobre uno de los bancos acolchados en los que se sentaban los acomodadores a descansar y fumar. Tenía los codos sobre las rodillas y se sujetaba la barbilla con la mano, mirando en dirección a la puerta. De uno de sus bolsillos laterales sobresalía la punta metálica de una botella plana. Junto a él había un paquete envuelto en papel marrón. Me guiñó el ojo, señaló con la cabeza hacia la puerta que conducía a la sala de proyecciones, se levantó y entró haciendo ver que no iba conmigo, lo cual formaba parte de una complicada charada. Yo sabía que él estaría detrás mismo de la puerta, sentado en el centro de la última fila, esperándome. Entregué la entrada al aburrido acomodador, quien la rompió en dos trozos y me entregó el resguardo. Yo sabía exactamente lo que había ocurrido el día anterior, como si en ningún momento me hubiera olvidado de aquello lo más mínimo, y mis entrañas empezaron a temblar. Todos los colores del vestíbulo, el rojo y el raído dorado, parecían mucho más intensos de lo que yo recordaba. Podía percibir el olor de las palomitas de maíz en el palomitón, y el de la mantequilla grasienta calentándose en la máquina. Mis piernas me transportaron unos metros sobre la caliente alfombra marrón hasta pasado el puesto de caramelos. El cabello de Jimmy brillaba en el cine vacío que se estaba oscureciendo. Cuando me senté a su lado, me despeinó con la mano, me sonrió y me dijo que se había pasado toda la noche y toda la mañana pensando en mí. El paquete envuelto en papel marrón era un bocadillo para mí; un chico tenía que comer algo más que palomitas de maíz.

Las luces se apagaron en cuanto se empezaron a descorrer las diversas cortinas que cubrían la pantalla. De repente, de los altavoces comenzó a sonar música a gran volumen, que se iniciaba a mitad de una nota, y empezó la proyección de los dibujos animados de Tom y Jerry, El toro sesteante.

Cuando me eché hacia atrás, Jimmy me rodeó con su brazo. Sentí frío y calor al mismo tiempo, y mis entrañas siguieron estremeciéndose. De repente me di cuenta de que una parte de mí se sentía feliz por estar en aquel lugar, y también me alarmé al descubrir que toda la mañana había estado esperando que llegara aquel momento y que al mismo tiempo lo había estado temiendo.

—¿Quieres el bocadillo ahora? Es de morcilla de hígado, mi embutido favorito. Le dije que «no, gracias». Iba a esperar hasta que se terminara la primera película. —De acuerdo —dijo él—, con tal de que te lo comas. Mírame —añadió luego. Su rostro se hallaba exactamente encima del mío, y parecía el hermano gemelo de Alan Ladd—. Quiero decirte una cosa —prosiguió—. Eres el mejor chico que he conocido en mi vida. —El hombre me estrujó contra su pecho envolviéndome en aquella mezcla mareante de olor a sudor, a suciedad y a vino junto con un rastro (¿imaginario?) de aquel otro olor de origen más animal que había despedido el día anterior. Luego me soltó.

—¿Quieres que hoy juege con tu pequeño «Jimmy»?
—No.
—De todos modos es demasiado pequeño —comentó sonriendo. Estaba de un humor excelente—. Seguro que te gustaría que fuera del mismo tamaño que el mío.

Aquel deseo me horrorizó y sacudí la cabeza. —Hoy nos limitaremos a ver juntos la película —dijo—. No estoy hambriento.

Excepto en los momentos en que alguno de los acomodadores subía por el pasillo, estuvimos así sentados todo el día, su brazo alrededor de mis hombros, mi nuca descansando sobre el hueco de su codo. Cuando en la pantalla apareció el reparto de A la guerra con el Ejército, me sentí como si hubiera estado durmiendo todo el tiempo y me lo hubiera perdido todo. No podía creer que ya fuera hora de volver a casa. Jimmy apretó más su brazo alrededor mío y con voz divertida me dijo:

—Tócame. —Miré hacia arriba, hacia su rostro—. Continúa —ordenó—. Quiero que me hagas aquella cosita. —Con el dedo índice toqué la bragueta de sus pantalones. «Jimmy» se movió bajo la presión de mis dedos. Parecía tan largo como mi brazo, y durante un segundo de desdicha vi a los otros niños corriendo arriba y abajo por el patio de recreo de la escuela persiguiendo a las chicas de la manzana de al lado—. Continúa —ordenó de nuevo.

* * *

—Confía en mí —dijo él, revistiendo a «Jimmy» de una identidad más concentrada, más enfocada que la suya. «Jimmy» deseaba «hablar», «dar su opinión», «estaba hambriento», «se moría por que le diera un beso». Todas aquellas palabras significaban lo mismo—. Confía en mí. Yo confío en ti, así que debes confiar en mí. ¿Te he hecho daño alguna vez? ¿No te he traído un bocadillo? ¿No te quiero? Sabes que no voy a contarles a tus padres lo que haces mientras sigas viniendo aquí. No voy a decir nada a tus padres porque no voy a tener que hacerlo, ¿verdad? Y tú también me quieres, ¿no es así? ¿Ves? ¿Te das cuenta de lo mucho que te quiero?

Soñé que vivía bajo tierra, en una habitación de madera. Soñé que mis padres rondaban por el mundo superior gritando mi nombre y llorando porque los animales me habían capturado y devorado. Soñé que estaba enterrado debajo de un enebro y que los miembros de mi cuerpo descuartizado se llamaban unos a otros y lloraban porque estaban separados. Soñé que bajaba corriendo por la senda de un bosque oscuro en dirección a mis padres, y cuando finalmente llegué al pequeño claro donde estaban sentados ante un fuego brillante, mi madre era Donna y mi padre Alan. Soñé que podía recordar todas las cosas que me estaban ocurriendo, cada segundo de ellas, y cuando el maestro me reprendía en clase, y cuando mi madre entraba por la noche en mi habitación, y cuando un policía pasó por mi lado mientras yo caminaba bulevar Sherman abajo, sentí la necesidad de contarlo todo. Pero cuando intentaba hablar no podía recordar qué era lo que tenía que recordar, sólo que había algo que recordar, y así andaba una y otra vez hacia mis hermosos padres en el claro del bosque, repitiéndome a mí mismo como si se tratara de tratara de una fábula, como los chistes de las mujeres en el transbordador.

—¿No te amo? ¿No te lo demuestro? ¿No te das cuentas de que te amo? ¿No me amas? ¿No puedes amarme tú también?

Él me observa mientras yo miro la película. Me podía ver con los ojos cerrados, como yo a él. Me conoce de memoria. Ha acariciado mi pelo, mi cara, mi cuerpo en su memoria, caricia tras caricia, hasta robarme de mí mismo. Finalmente me tomó en su boca, y su boca también la conocí de memoria, y yo sabía que él deseaba que pusiera mis manos sobre su sucia cabeza rubia que descansaba sobre mis rodillas, pero yo era incapaz de tocarle la cabeza.

Pensé: «Ya lo he olvidado, quiero morirme, ya estoy muerto, sólo la muerte puede hacer que esto no haya sucedido.»

«Cuando seas mayor, seguro que saldrás en las películas, y yo seré tu más ferviente admirador.»

* * *

Durante el fin de semana me parecía como si aquellos días del Orpheum-Oriental hubieran transcurrido bajo el agua, o bajo tierra. El oso hormiguero, el ave lira, el canguro, el diablo tasmano, el murciélago monja y el lagarto arrugado eran criaturas que sólo existían en Australia. Australia era el continente más pequeño del mundo, pero la isla más grande. Estaba aislado de las enormes masas de la Tierra.

Hermosas muchachas de cabellos rubios se pavoneaban por las playas de Australia, y allí las Navidades eran cálidas y estaban bañadas por el sol; todo el mundo salía afuera y saludaba a la cámara con la mano, intercambiando regalos desde las tumbonas. La parte central de Australia, su corazón y sus entrañas, era un desierto. Los chicos australianos eran deportistas fuera de serie. El gato Tom amaba al ratón Jerry, aunque intentara asesinarlo una y otra vez, y el ratón Jerry amaba al gato Tom, si bien para salvar su vida tenía que correr tan veloz que formaba surcos de fuego sobre la alfombra. Jimmy me amaba y algún día desaparecería, y entonces yo lo echaría mucho de menos.

—¿No es así? Dime que me echarás de menos.
—Yo te...
—Yo te echaré…
—Creo que sin ti me volvería loco.
—Cuando seas mayor, ¿te acordarás de mí?

Cada vez que salía del cine y pasaba por delante del acomodador, que estaba allí de pie rompiendo en dos mitades las entradas de la gente que acudía al cine, para luego entregarles el resguardo, cada vez que abría la puerta para salir a la acera del bulevar Sherman, castigada por el calor, y veía el sol reflejarse sobre los edificios al otro lado de la calle, perdía la noción de lo que había sucedido en el interior de la oscuridad del cine. No sabía lo que quería. Tenía dos asesinatos y un... Mi mano derecha se sentía como si hubiera estado sujetando la mano pegajosa de un niño chiquitín, muy apretada entre la palma y los dedos de mi mano. Si yo viviera en Australia, mi cabello sería rubio como el de Alan Ladd y correría por las playas tostadas el día de Navidad.

* * *

Mi estancia en la escuela secundaria fue como un paseo: leía novelas, soñaba despierto mientras asistía a clases que no me gustaban pero obtenía buenas notas sin tener que esforzarme en conseguirlas. A mitad del último curso, la Universidad Brown me concedió una beca completa. Dos años después sorprendí y decepcioné a todos mis viejos profesores, a mis padres y a los amigos de mis padres, al dejar la escuela poco antes de suspender todas las asignaturas excepto inglés e historia, en las que siempre conseguía sobresalientes. Tenía la absoluta certeza de que nadie podía enseñar a nadie a escribir. Yo sabía exactamente lo que iba a hacer, y lo único que iba a añorar de la universidad sería la vida social.

Durante cinco años viví bastante precariamente en Providence. Me ganaba el pan llenando las estanterías de la biblioteca de la escuela y cometiendo hurtos sin importancia.

Me dedicaba a escribir cuando no estaba trabajando o escuchando a las bandas de música locales. Después rompía lo que había escrito y lo volvía a escribir.

Siguiendo este ritmo me encontré con que había terminado una novela, como el que atraviesa un parque en una dirección, vuelve y después recorre el mismo parque una y otra vez en una y otra dirección hasta haber contemplado cada descascarillado de cada columpio, cada pelo dorado de la piel de cada león, y haberlo hecho cobrar vida o haberlo dejado hundirse de nuevo en el árido campo de los detalles del que había salido. Cuando la novela fue rechazada por el editor al que se la había enviado, me trasladé a Nueva York y empecé a escribir otra novela, y por las noches reescribía la primera de cabo a rabo.

Durante aquel tiempo, una felicidad casi impersonal, parecida a la felicidad de un extraño, yacía bajo todas las cosas que realizaba. Envolvía paquetes de libros en la librería Strand.

Durante unos pocos meses, sólo me alimenté de sémola de trigo y manteca de cacahuete. Cuando aceptaron publicar mi primer libro me trasladé de mi vivienda en el Lower East Side a otra más amplia, un estudio en la Novena Avenida de Chelsea, donde todavía vivo.

Mi apartamento es lo suficientemente grande para que quepa mi escritorio de madera, un sofá cama, dos estanterías grandes repletas de libros, un equipo de alta fidelidad y docenas de cajas de cartón llenas de discos. En este apartamento cada cosa está en su sitio y hay un sitio para cada cosa.

Mis padres no han estado nunca en este sitio pequeño y ordenado, pero cada dos o tres meses hablo con mi padre por teléfono. En los últimos diez años sólo he vuelto una vez a la ciudad donde pasé mi infancia. Lo hice para visitar a mi madre en el hospital después de que sufriera un ataque de apoplejía. Durante los cuatro días que pasé en casa de mi padre dormí en mi antigua habitación. Mi padre dormía arriba. Después de que falleciera el ciego, mi padre compró el piso de arriba. En la primera noche que pasé en casa, mi padre me dijo que ambos habíamos triunfado. Ahora, cuando hablamos por teléfono, me cuenta las victorias de los equipos locales de béisbol y baloncesto y me pregunta respetuosamente por los progresos de «mi nuevo libro». Yo pienso: «Éste no es mi padre, no puede ser el mismo hombre.»

Mi viejo catre desapareció hace tiempo, y por la noche, ya tarde, me acosté en la cama doble de los gemelos. Al igual que la casa en su conjunto, al igual que todas las cosas de mi antiguo barrio, el dormitorio era más grande de lo que yo recordaba.

Pasé mis dedos por el papel de la pared y después miré hacia el techo. Me vino a la memoria la imagen de dos hombres enredados en las cuerdas del mismo paracaídas, regañándose mutuamente de una forma cómica mientras caían al vacío, y me pregunté si podía haber sitio para aquella imagen en la novela que estaba escribiendo o si sería un regalo para la novela que iba a seguir a aquélla y que todavía no había empezado. Oía crujir el suelo cuando mi padre subía los peldaños que conducían al territorio que antaño había pertenecido al ciego. De repente cambió mi estado de ánimo y empecé a meditar sobre Mei-Mei Levitt, a quien yo había conocido hacía quince años en Brown como Mei-Mei Cheung.

Divorciada, jefa de redacción de una editorial de libros de bolsillo, me llamó una vez para felicitarme después que de mi segunda novela obtuviera elogios y críticas favorables en el Times, y sobre esta base, endeble pero bien intencionada, empezamos a construir una larga y tormentosa relación amorosa. De vuelta al ambiente de mi infancia me sentí profundamente incómodo pues, después de haber pasado el día en el hospital junto a la cama de mi madre sin saber si ella me entendía o si ni siquiera me reconocía, empecé a pensar en Mei-Mei con repentina nostalgia. Necesitaba tenerla entre mis brazos y anhelaba mi práctica y soñadora vida de adulto en Nueva York. Quería telefonear a Mei-Mei pero en el Medio Oeste ya era más de medianoche, una hora más tarde en Nueva York, y Mei-Mei, que distaba mucho de ser un ave nocturna, ya debía de estar acostada desde hacía horas. Luego me acordé de mi madre postrada en la estrecha cama del hospital y se apoderó de mí un sentimiento de culpabilidad por estar pensando en mi amante. Por un ilusorio momento imaginé que era mi deber instalarme de nuevo en casa e intentar que mi madre volviera a la vida, mientras hacía lo que podía por mi padre ya jubilado. En ese momento recordé, como hacía con frecuencia, a un muchacho de cabello color zanahoria envuelto en una camisa de lana roja. El sudor me resbalaba por la frente y por el pecho.

Entonces, de repente, me sucedió una cosa horrible. Intenté levantarme de la cama para ir al cuarto de baño y descubrí que era incapaz de moverme. Mis piernas y brazos estaban como aprisionados en cemento, inertes y sin querer moverse. Pensé que estaba sufriendo un ataque de apoplejía como mi madre. Ni siquiera podía gritar; también tenía la garganta paralizada. Hice un esfuerzo por empujar mi cuerpo fuera de la cama estrecha, y de repente mi olfato me dijo que alguien que se hallaba muy cerca, alguien que podía encontrarse a la vuelta de la esquina, estaba haciendo palomitas de maíz y calentando mantequilla. Otra ola de sudor volvió a inundar mi cuerpo inerte e hizo que tanto la sábana como la almohada se volvieran húmedas y frías. Me vi a mí mismo —como si lo estuviera escribiendo— cuando tenía siete años, vacilante antes de entrar en un cine situado a unas pocas manzanas de casa. La luz del sol, ardiente, dorada y uniforme, envolvía todas las cosas, cociendo la vida del amplio bulevar. Me vi dar media vuelta y sentí mi estómago agitarse con el humo de los fuegos subterráneos; me vi echar a correr. El vómito se agolpaba en mi garganta. Mis brazos y piernas se convulsionaron, me caí de la cama y me las arreglé para arrastrarme fuera de la habitación y pasillo abajo para vomitar en el retrete situado detrás de la puerta cerrada del cuarto de baño.

En el momento de escribir estas líneas tengo cuarenta y tres años. He escrito cinco novelas en unos veinte años, «sólo» cinco, cada una de ellas más compleja, más difícil de escribir que la anterior. Para mantener este ritmo lento de una novela cada cuatro años, tengo que estar sentado ante mi escritorio durante seis horas diarias como mínimo; tengo que gastar cientos de paquetes de folios, montones de blocs de notas amarillos, bosques de lápices, kilómetros de cinta negra. Es una actividad feroz y voraz. Hay que probar cada frase de tres o cuatro maneras distintas, hacerle saltar todos los obstáculos como si de un caballo se tratara. El propósito de cada frase es que sea una flecha dirigida al centro secreto del libro. Para encontrar el camino hacia el centro secreto debo retener en la memoria el libro entero, cada detalle y el ritmo de éste. Este ejercicio de memorización tan profusa es la tarea más importante de mi vida.

Mis libros obtienen críticas halagadoras, las cuales por lo general parecen referirse a otras novelas más lineales que las mías, y de vez en cuando ganan algún premio: yo soy uno de esos escritores cuyos progresos se financian con los torrentes de dinero que proporcionan los best-sellers. Últimamente he tenido la impresión de que la idea general que se tiene de mí, suponiendo que exista tal cosa, es la de un pintor hermético que plasma cientos de detalles pequeños, fantásticos y grotescos sobre cada centímetro de un gran lienzo. (Mis libros son extensos, al contrario de lo que se estila en la actualidad.)

Imparto clases de técnicas de redacción en varias facultades, donde doy conferencias de vez en cuando, y me enriquezco modestamente gracias a las subvenciones, que me conceden. Esto es suficiente, más que suficiente. De vez en cuando me deprime y al mismo tiempo me divierte descubrir que algún escritor joven que he conocido en una recepción PEN (Asociación de Poetas, Escritores y Novelistas), o en algún taller, envidia mi vida, aunque la envidia está aquí completamente fuera de lugar.

—Si usted me tuviera que dar un consejo —me pidió una joven en una conferencia—, quiero decir un consejo real, no el obvio de que siga escribiendo, ¿cuál sería? ¿Qué me aconsejaría que hiciera?
—No se lo diré de palabra sino por escrito —le respondí; cogí un programa de la conferencia y en el dorso escribí unas cuantas palabras—. No lo lea hasta después de salir de esta sala —le dije, y la observé mientras doblaba la hoja y la introducía en su bolso.

Lo que había escrito al dorso del programa de la conferencia era: vaya mucho al cine.

El domingo siguiente al del viaje en el transbordador no acerté a darle ni a una sola bola en el parque. No podía mantener los ojos abiertos, y tan pronto como se me cerraban los párpados, empezaba a tener visiones como en las películas, sueños rápidos, automáticos. Sentía los brazos demasiado pesados para levantarlos. Después de caminar penosamente hasta casa detrás de mi desanimado padre, me desplomé en el sofá y estuve durmiendo de un tirón hasta la hora de la cena. En un sueño me veía confinado en una caja espaciosa, y en las paredes de la misma dibujaba imágenes en colores de álamos, el sol, campos extensos, ríos y montañas. A la hora de la cena me despertaron los ruidos que nunca escaseaban cuando los gemelos rondaban por allí.

«Este chico no está bien, te lo juro», comentó mi padre. Cuando mi madre me preguntó sí quería ir el lunes a la Escuela de Verano, mi estómago se cerró como si fuera un puño. «Tengo que ir —respondí—, de verdad que estoy bien, tengo que ir.» Las frases brotaban de mi boca carentes de significado o significando lo contrario de lo que quería expresar. En un momento de confusión creí realmente que iba a ir a la Escuela de Verano y vi el asfalto negro, profundo como un campo, donde unos cuantos niños, empequeñecidos por la perspectiva, se apiñaban al fondo del patio. Me fui a la cama inmediatamente después de cenar. Mi madre bajó las persianas, apagó la luz y finalmente me dejó solo. De arriba llegó un sonido —semejante a una aproximación a la música por parte de una bestia— de notas musicales tocadas al azar en el piano. Lo único que yo sabía era que estaba asustado, pero no sabía por qué. Al día siguiente tenía que ir a un lugar determinado, pero no podía precisar a cuál hasta que mis dedos recordaron la tapicería aterciopelada del asiento del extremo junto al pasillo central. Luego acudieron a mi mente las imágenes en blanco y negro impregnadas de amenazas intencionadas procedentes de los trailers que había estado viendo durante dos semanas: El autostopista, protagonizada por Edmund O'Brien. El oso hormiguero y el murciélago monja eran animales que sólo existían en Australia.

Anhelaba que Alan Ladd, «Ed Adams», entrara en mi habitación con su lápiz y su cuaderno de notas de periodista, y sabía que tenía algo que recordar, pero no sabía qué era.

Después de mucho rato, los gemelos entraron en tromba en el dormitorio, se desnudaron, se pusieron el pijama y se lavaron los dientes. La puerta principal se cerró de un portazo. Mi padre se había ido por ahí de copas. En la cocina, mi madre planchaba camisas y hablaba para sí en un tono familiar y lleno de rencor. Los gemelos se durmieron. Oí a mi madre guardar la tabla de planchar y dirigirse hacia la sala de estar por el pasillo.

Vi a «Ed Adams» paseando tranquilamente arriba y abajo de la acera situada enfrente de casa, tan guapo como un dios con su elegante traje gris. «Ed» fue hasta el final de la manzana, se puso un cigarrillo en la boca, y de repente lo envolvió un brillante fulgor antes de que exhalara el humo y se alejara. Sólo supe que me había dormido cuando la puerta principal se volvió a cerrar de un portazo por segunda vez en la noche y me despertó.

Por la mañana, mi padre golpeó con el puño la puerta del dormitorio y los gemelos saltaron de la cama y empezaron a chillar por todo el dormitorio, que al momento se llenó de energía. Como en una película de dibujos animados, en la habitación penetraban nubes del olor a tocino frito. Mis hermanos se empujaban para entrar en el cuarto de baño. Se oía correr el agua en la pila del lavabo y en el retrete, y mi madre entró apresuradamente, con el rostro tenso e inclinado sobre su cigarrillo, y empezó a embutir a los gemelos en sus ropas. «Tú tomaste la decisión —me dijo—, así que espero que puedas llegar a la escuela a tiempo.» Se abrieron y cerraron puertas de golpe. Mi padre gritó desde la cocina y yo me levanté de la cama. Finalmente me senté ante mi tazón de cereales. Mi padre estaba fumando y no me miró para nada a los ojos. Los cereales sabían a hojas muertas.

«Tu aspecto es igual que el sonido del piano cuando lo toca el capullo del piso de arriba», comentó mi padre. Dejó caer las monedas de veinticinco centavos sobre la mesa y me dijo que no perdiera el dinero.

Cuando se hubo marchado, me encerré en mi dormitorio. El piano resonaba torpemente por encima de mi cabeza como una banda sonora. Oí que las tazas y los platos tintineaban en la fregadera, que los muebles cobraban vida propia y buscaban algo para perseguir y matar. «Quiéreme, quiéreme», suplicaba la radio desde su lugar junto a una familia de spaniels de porcelana blanca y marrón. Oí cómo algo ligero y susurrante, una lámpara o una revista, empezaba a deslizarse de un extremo a otro de la sala de estar. «Todo esto es sólo fruto de mi imaginación», me dije, y traté de concentrarme en una historieta de El Halcón Negro. Las ilustraciones daban saltitos y se mezclaban en sus viñetas. «¡Quiéreme!», gritó El Halcón Negro desde la carlinga de su caza mientras descendía en picado para exterminar un nido de villanos amarillos de ojos oblicuos. En el exterior, el fuego rugía debajo de las calles, tratando de romper el mundo en pedazos. Cuando dejé caer la historieta y cerré los ojos, cesaron los ruidos y pude percibir en el aire la calma de la perfecta concentración. Incluso El Halcón Negro, atado a su avión por medio de un cinturón, estaba escuchando lo que yo estaba haciendo.

* * *

Inmerso en una luz solar brumosa, sofocante, bajé por el bulevar Sherman en dirección al Orpheum-Oriental. A mi alrededor, el mundo se hallaba inmóvil, como congelado en el marco de un cómic. Al cabo de un rato me di cuenta de que los vehículos del bulevar y las escasas personas que se hallaban en la acera no se habían quedado realmente petrificadas en el sitio sino que se movían con gran lentitud. Podía ver las piernas de los hombres avanzando dentro de sus pantalones, la rodilla adelantándose para atrapar la raya del pantalón, la vuelta de éstos levantándose ligeramente por encima del zapato, el cual se elevaba como la garra del gato Tom cuando quería abalanzarse sigilosamente sobre el ratón Jerry. La piel ardiente y apedazada del bulevar Sherman... Yo pensé en caminar eternamente a lo largo del bulevar Sherman, dejando atrás a vehículos y transeúntes casi inmóviles, dejando atrás el cine, la tienda de licores, a través de las puertas de entrada, dejando atrás el estanque vadeable y los columpios, dejando atrás la jaulas de los elefantes y los leones que estiraban el cuello para ser alimentados, por el parque secreto donde mi padre sufría un ataque de decepción, por lo álamos, hacia afuera por la puerta situada en el otro extremo, por las casas grandes que daban al extremo opuesto del parque, por los escaparates, por las extensiones de césped con las bicicletas y las piscinas de plástico, por las calles en pendientes y los aros de baloncesto, dejando atrás a los hombres que salían de los vehículos, por los patios de juegos donde los niños hacían carreras de un lado a otro sobre una superficie con brillo negro. Después por delante de los campos y los mercados abarrotados, por los altos tractores amarillos con barro seco como lana vieja dentro de los enormes ejes de las ruedas, por delante de gatos elocuentes y leones feroces que viajaban en vagones llenos de heno hasta arriba, por los bosques frondosos donde los niños perdidos seguían el rastro de las migajas de pan hacia una puerta recargada de adornos, dejando atrás otras ciudades donde nadie me vería porque nadie sabría mi nombre, dejando atrás todas las cosas, todas las personas.

Me detuve de repente frente al Orpheum-Oriental. Tenía la boca seca y la mirada desenfocada. Todo lo que me rodeaba, que un momento antes estaba tan tranquilo y en calma, cobró vida en cuanto me detuve.

Los cláxones de los coches sonaban estridentes, los vehículos bajaban rugiendo por el bulevar. Yo oía el martilleo de grandes máquinas, debajo de estos sonidos, y los fuegos engullían el oxígeno debajo de la calle. Como si me los hubiera tragado con el aire, el fuego y el humo se agolparon en mi estómago. Las llamas subían por mi garganta y cerraban la parte posterior de mi boca. En mi mente me vi a mí mismo sacar del bolsillo la primera moneda de veinticinco centavos, cambiarla por una entrada, empujar la puerta y entrar en el recinto refrigerado.

Me vi entregar la entrada para que la rompieran en dos mitades, avanzar por una interminable alfombra marrón en dirección a la puerta interior. Desde la última fila de butacas situada al otro lado de la puerta interior, dentro del cine en penumbra pero no todavía en completa oscuridad, un monstruo deforme cuya húmeda boca negra decía «Ámame, ámame», alargando sus brazos anhelantes hacia mí. Debido al sobresalto, los zapatos se me quedaron clavados en la acera, y luego sentí un golpe fuerte en la región lumbar y me encontré corriendo manzana abajo, incapaz de gritar porque tenía que mantener los labios apretados para evitar que el humo y el fuego que se agolpaban en mi boca salieran disparados por ella.

Sólo recuerdo vagamente lo que hice el resto de la tarde. Estuve caminando por las calles, no de la manera que me había imaginado, tranquilamente y con la mente despejada, sino casi a ciegas, de una forma febril y vacilante. Recuerdo el sabor del fuego en mi boca y los fuertes latidos de mi corazón. Al cabo de un rato me encontré ante el cercado del elefante en el zoo. Un periodista que vestía un elegante traje gris atravesó el espacio que estaba frente a mis ojos, y yo lo seguí, sabiendo que él llevaba en su bolsillo un cuaderno de notas y que los gángsters le habían pegado una paliza, que él podía desvelar el secreto parlante que se oculta bajo los trozos desmembrados y desunidos del mundo. Iba a disparar su revólver sin balas en la recámara y engañaría al malvado «Solly Wellman», Berry Kroeger, con sus ojos aniñados y observadores. Y cuando «Solly Wellman» saliera satisfecho de entre las sombras, el periodista le dispararía un tiro mortal.

Mortal.

Donna Reed sonrió hacia abajo desde una ventana situada en lo alto de una casa. ¿Ha existido alguna vez una sonrisa como ésa? Yo estaba en Chicago y, tras una puerta cerrada, «Blackie Frachot» se desangraba sobre una alfombra marrón. «Solly Wellman», algo parecido a «Solly Wellman» me llamaba incesantemente desde la tumba adornada donde él yacía como un secreto. Finalmente, el hombre vestido de gris entró con su cuaderno de notas y su revólver por una puerta principal, y me di cuenta de que sólo estaba a unas pocas manzanas de mi casa.

Paul está apoyado contra la alambrada de espinos que rodea el patio de recreo, mirando hacia afuera, mirando hacia atrás. Alan Ladd se quita de encima a «Leona» porque ella no tiene una historia interesante y sólo existe en un mundo de trabajo y placer, de cigarrillos y cocteleras.

Debajo de este mundo existe otro, y la vida de «Leona» es una negación ciega y persistente de ese otro mundo.

Mi madre me colocó la mano sobre la frente y comentó que no sólo tenía fiebre sino que la había estado incubando durante toda la semana. Al día siguiente no me dejarían ir al patio de juegos; tenía que pasarme todo el día acostado en el sofá de la señora Candee. Cuando ella levantó el auricular para llamar a una de las chicas de la escuela superior, le dije que no era necesario, que otros chicos estaban ausentes todo el tiempo, y ella volvió a colocar el auricular en su sitio.

* * *

Yacía en el sofá de la señora Candee contemplando el techo de su sala de estar oscurecida. Los gemelos se peleaban afuera y la maternal y no demasiado lista señora Candee me trajo un jugo de naranja. Los gemelos corrieron hacia el cajón de arena para juegos, y la señora Candee lanzó un quejido mientras se dejaba caer en una tumbona coja. El periódico de la mañana que estaba doblado debajo de la tumbona anunciaba que en el Orpheum-Oriental habían estrenado El autostopista y Traición, El misterio de una desconocida ya había cumplido con su cometido y siguió su recorrido por otros cines. Había partido al mundo por la mitad y arrastrado al monstruo a lo más profundo de su interior, donde no podía moverse. Yo era el único que sabía aquello. Arriba y abajo de la manzana los aspersores daban vueltas rociando con agua el césped seco. Los hombres que circulaban despacio en ambas direcciones de la calle sacaban los codos por la ventanilla. Durante un momento, sin remordimientos y casi sin emoción de ninguna clase, comprendí que yo me pertenecía totalmente a mí mismo. Al igual que todo lo demás, me habían hecho pedazos y vuelto a pegar los trozos de nuevo con conmoción, vómito y jugo de naranja. De repente me di cuenta de que estaba completamente solo. «Stan», «Jimmy», cualquiera que fuera su verdadero nombre, nunca volvería a ir al cine. Tendría miedo de que yo hubiera hablado de él a mis padres y a la policía. Yo sabía que olvidándole le había matado, y luego le olvidé otra vez.

Al día siguiente volví al cine, atravesé la puerta interior y vi una hilera tras otra de asientos vacíos que descendían hacia la pantalla cubierta de cortinas. Estaba completamente solo. El tamaño y la grandiosidad del cine me sorprendieron. Bajé por el largo pasillo y me senté en el último asiento del lado izquierdo que daba al amplio pasillo central. La fila de delante parecía estar casi a una distancia equivalente a un patio de recreo. Las luces se fueron apagando gradualmente y las cortinas dejaron visible la pantalla. La música que precedía a la película llenaba el aire, y aparecieron los primeros títulos en la pantalla.

Lo que soy, lo que hago, por qué lo hago. Yo soy al mismo tiempo un hombre de poco más de cuarenta años, esa época traicionera de la vida, y un niño de siete años cuya valentía no podrá alcanzar jamás. Vivo en un sótano, en una habitación de madera y decoro las paredes con una concentración paciente y gozosa. Ante mí, medio oculta, se cierne una visión compleja, amplia y asombrosa, que debo explorar, memorizar y contemplar una y otra vez para localizar su centro oculto. A mi alrededor todas las cosas ocupan su lugar adecuado. Mi máquina de escribir está encima de la mesa robusta. Al lado de la máquina de escribir se consume un cigarrillo que eleva una corriente de humo gris. En el tocadiscos hay un disco dando vueltas, y el ambiente de mi pequeño apartamento es denso debido a la música (Bird o/Prey Blues, con Coleman Hawkins, Buck Clayton y Hank Jones). Más allá de mis paredes y de mis ventanas-se extiende un mundo que me esfuerzo por alcanzar con mis brazos extendidos y un corazón ambicioso y dividido. Como si el Bird o/Prey Blues las hubiera evocado, las voces de las frases que escribiré esta tarde, mañana o el próximo mes, se agitan y susurran, empezando a hablar, y yo me inclino sobre la máquina de escribir hacia ellas, acercándome tanto como puedo.