miércoles, 28 de julio de 2010

ENEBRITOS 01

La minificción (ficción súbita, micro-relato) es, como su nombre lo indica, la narrativa literaria de extensión mínima. Generalmente no rebasa el espacio de una página impresa.

En una pelea de box: la novela ganaría por decisión, el cuento por knock-out. La minificción sería el equivalente a un gancho al hígado.

Para iniciar, El enebro seleccionó las siguientes cuatro minificciones horrorosas mexicanas:


APUNTE GÓTICO
Inés Arredondo

Cuando abrí los ojos vi que tenía lo suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado.

Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo, también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver.

La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome, reteniéndome.

Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto.

Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia en el antebrazo.

Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído.

Ese algo podía ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une.

Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes dientes, prieta y mugrosa, costrosa. Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su presa.

Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo al sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega el hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado.

Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en este preciso instante, dulcemente sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela.


PRESENTACIÓN DE LIBRO
Ricardo Bernal

El teatro más importante de la ciudad está repleto, a varias calles a la redonda se puede oír la tormenta de aplausos. Además del numeroso público, adentro se reúnen los editores y escritores más poderosos del país. El presentador, calvo y circunspecto, habla del novelista y de su nuevo libro; de su capacidad para jalar los hilos internos del terror y crear delirantes tramas que ni Clive Barker, ni Peter Straub, ni Stephen King hubieran imaginado en sus peores pesadillas. Otro minuto de aplausos. Cuando se hace el silencio, el novelista se acomoda los anteojos, se acerca el micrófono, carraspea y se dispone a leer algunos fragmentos de su nueva obra. Afuera del teatro se escucha un zumbido eléctrico: la señal para que nosotros despertemos, salgamos de nuestros escondites milenarios y comencemos a arrastrarnos rumbo a la ciudad.


LA ARAÑA
Guadalupe Dueñas

Desde su trapecio de átomos se desploma irónica y perversa. Su negra pupila descubre abismos transparentes en los espejos de mi alcoba.

Con su ojo alerta, en su atalaya de viento, acecha mis insomnios, y sorprende la derrota de mi rostro sin máscara, fláccido y vencido. Atisba en lo más hondo del silencio. Se sabe mi cuerpo y el hastío de mis manos. Me adivina rebelde como las lianas y cautiva como los árboles.

Cuando en largo sollozo me tiendo sobre las sábanas ácidas cae al ras de mi carne y goza con mi vigilia.

Luego estira sus piernas lacias, cabellos húmedos, y en las paredes ronda perseguida por mi angustia.

La miro en el rostro del tiempo.

Me observa desde la telaraña nocturna; su pupila me acusa y me condena. Y no la disuelve ni mi caudal de vanidades ni mi pozo de soberbia, ni siquiera el estruendo luminoso del día.

Yo sé que me vigila y la busco por los muros de la noche, en los vértices de las sombras. Mientras vaga en los espejos mi desnudez desamparada y en mis entrañas secas anida la fatiga, su pupila me descubre y me afrenta con su risa: risa de la congoja de mis latidos de plomo, sola como mi lecho, sola con mis palabras.

Sé que me presiente y sé que por la altura de la noche me espera. Si duermo, danza sobre mi frente, su ojo sobre mi ojo. Se pasea por mi espalda enredando mi pelo con su aventura emponzoñada.

¡No quiero que la toquen! Que la dejen en mis muros, que la dejen en mi cuarto, en mi tumba de sábanas blancas y lunas encadenadas. La conozco y me uno a su vaivén de péndulo y a su morir hipócrita. Que nadie piense en quitarle su telaraña de ecos, su hamaca sobre el vacío.


EL BEBÉ
Lorenzo León

Entre las sábanas, queriendo dormir sin lograrlo, este pensamiento mantenía ocupado a Ernesto: los hijos producen una ternura orgánica. Es una ramificación del cuerpo femenino que se abre entre la carne sangrienta, con llanto de gato. Qué sonido tan agudo es el grito de la existencia... De repente, el llanto cesó. María se lo había pegado al seno grande, blanco, refulgente como una fruta para los labios que acordonaron el pezón y succionaban desesperados la sustancia que lo empezaba a hacer crecer. Afuera todo estaba tranquilo. En la oscuridad el viento sacudía las sombras.

La voracidad había reemplazado al grito de hambre. Tragaba. María constreñía el rostro porque la boca desdentada le había estrellado la carne.

Ernesto podía dormir ahora. El cansancio aflojó sus músculos y lo tendió en el vacío, pero algo continuó sujetándolo al mundo y era precisamente eso tan elemental, aquella voracidad naciente. La noche se agrió. Palpitaron los resplandores de una tormenta eléctrica. Del cielo saltó una humedad sin agua y se enfrió la pieza. Los hombros desnudos de María se helaron y no era posible echarse el chal, pues el pequeño no le permitía un movimiento. La luz de la lámpara descubría la frente del pequeño (como si fuera una raíz emergente), sus cabellos largos –desconcertante para su edad-, la nariz pequeña, como una protuberancia dibujada, y sus labios rojos prendidos al seno que rasguñaba con sus uñas que cristalizaban rápido.

En el reloj las manecillas marcaban con lentitud. En la pálida espalda de María se tatuó un relámpago y en la ventana se precipitó el ansia del cielo, como si fuese una multitud de viejas coléricas. Y el chicuelo parecía estar muy contento de que así fuera la noche, terca y solitaria, y exigía más el líquido amarillento que empapaba sus labios. María se dobló de cansancio. El reloj ticteaba y nadie podía llenar ese estómago.

El cuello de María, inclinado, destacaron sus vértebras. El cabello de desgajó sobre su palidez anémica. Y mientras, el chico se ahogaba al salirle leche sangrienta por la nariz en su desesperada deglución. De las cobijitas saltaron sus pies y su movimiento frenético amenazaba crecer con un vigor desconocido. Los brazos de María colgaban, y se perdían en la sombra. La piel de sus senos se estaba agrietando y el niño había reventado el fajero y los listones de la chambrita. Decididamente María estaba vacía, pero el chicuelo había aprendido a morder.

La lluvia había cesado. La atmósfera helada-húmeda se estaba coagulando en una neblina pulcra e impenetrable. Los filos de su boca machacaban la carne como los cachorros. La carita estaba tinta en ese banquete sangriento y María había quedado bocarriba, en la cama, a los pies de Ernesto. Sobre su cuerpo trabajaba una desnudez rapiñosa, de cabeza alargada y maxilar prominente. El pequeño se había puesto musculoso como un animal, furtivo como un rufián. Buscaba los últimos pedazos entre las costillas y ya bajaba a los muslos que antes espejearon su aparición.

Ernesto abrió los ojos. No podía ser cierto el clamor de esa tribu. Quedó paralizado como sucede en las pesadillas lúcidas. El cuerpo velludo casi lo tocaba y en su inclinación sobre su presa, Ernesto le veía el ano desnudo y rojo como una flor del abismo. El olor a sangre y a mierda –pues el ser había defecado varias veces durante su orgía- lo convulsionó para dejar escapar su terror en un grito seco y mortal. El niño volteó y lo miro con sus ojos de opacidad indiferente como la de las bestias, Ernesto cayó a un lado y escapó hacia la ventana; cuando su hijo avanzó hacia él prefirió arrojarse al vacío. El chico, con sus fauces abiertas, lo miró perderse en la cortina humosa de la noche y dio un aullido desamparado.


1 comentario:

Anónimo dijo...

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