lunes, 20 de junio de 2011

EL INCIDENTE DEL PUENTE DEL BÚHO

El incidente del Puente del Búho
Ambrose Bierce

I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.

Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!

Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar... Oía el tictac de su reloj.

Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.


II

Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.

Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.

-Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.

-¿A qué distancia está el Puente del Búho? -pregunto Faquhar.

-A unos cincuenta kilómetros.

-¿No hay tropas a este lado del río?

-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.

-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?

El militar pensó:

-Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.

En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.


III

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.

Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.

Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

-¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!

Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.

Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»

A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.

«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.

El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.

Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.

Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.

Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.



Sin necesidad de diálogos y fiel a la historia de Bierce, esta es la versión de Robert Enrico en 1962:



lunes, 6 de junio de 2011

JUAN SOLDADO

Recorriendo las bóvedas secretas de la imaginación que son las librerías de viejo, EL ENEBRO encontró la antología: CUENTOS DE PURO SUSTO. Son textos, al más puro estilo de los hermanos Grimm, publicados en México entre 1890 y 1905 por la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo y con bonitos grabados intercalados de José Guadalupe Posada.

Presentamos el primero de estos cuentos, JUAN SOLDADO, precedido del prólogo de Alfonso Morales que te hará recordar el olor a naftalina que te envolvía cada vez que la abuela abría su ropero.

Disfruten.


EL RARO Y MUY SONADO CASO DEL INFANTE PARABÓLICO Y DE SU TATARABUELA DESTRANSITORIZADA

Para Cri-Cri y Cachirulo


Pequeña humanidad que le haces a la lectura:

Permíteme distraerte de las importantísimas actividades que por el momento ocupan tu atención, sean éstas las muy delicada tarea de derribas naves enemigas en la pantalla del juego de video, la muy absorbente de seguir las aventuras de tu superhéroe favorito o la muy comunitaria de disputarse una pelota.

Menos agraciada, acaso te encuentras vendiendo cosas que poca gente quiere comprarte, atendiendo tu comercio de golosinas. No es difícil que estés a punto de incendiarte el paladar con el dulce fuego del chamoi. Nada extraño sería que fueras nuevamente -y por tercera ocasión en el día- prófuga de la justicia adulta. Andas huyendo de regaños, de desagradables obligaciones que tanto te quitan el tiempo, además de ser demasiado terrestres para alguien que -como tú- ha recorrido a grandes velocidades el espacio intergaláctico, ha descubierto rastros de extraterrestres en las azoteas y tiene bajo su cama la más completa colección de los papelitos de plata en que se envuelven chocolates y cigarros, eso para no mencionar los álbumes de futbolistas y luchadores, ni la manera como se obtuvieron las estampas más difíciles. Tienes mucha razón cuando afirmas que ninguna estrella del balompié o la cuerda ha conservado el lustre en sus zapatos o las rodillas sin raspaduras…

Nos hemos trasladado a estas páginas para advertirte que lo que en este libro se te va a contar es todavía más viejo que tus abuelos. Se te cuenta para que imagines cómo le hacían al cuento en los finales años ochocientos y en los primeros novecientos. En esos tiempos no se ganaba uno nada juntando corcholatas, ni las aguas de limón y tamarindo habían caído presas de las botellas, artefactos que se volverían costumbre en todas las fiestas con el paso de los años.

Nuestros antepasados se acostumbraron a novedosos productos, máquinas, utensilios, modas y diversiones que por esos días se hacían de sus públicos favorecedores. Tales como la bicicleta, también llamada velocípedo, que por un tiempo fue el terror de los tranquilos transeúntes, pues temían ser atropellados por los principiantes en el arte del manubrio y el pedaleo. Como el tranvía sin mulitas, que se llevó entre sus ruedas a varios distraídos, de la misma manera que el alumbrado público se llevó a todos los espectros y fantasmas, acostumbrados a espantar en una ciudad a oscuras. También se aceptaron las exigencias del retrato fotográfico: largos momentos de inmovilidad a cambio de una imagen casi eterna del niño vestido de marinerito, del matrimonio delante de exóticos telones -ajenos por completo a la risa que en sus nietos y bisnietos provocarían tanta seriedad, caras tan compungidas-.

En el paso del siglo XIX al siglo XX, tiempo en que fueron editados estos cuentos y gobernaba México el presidente Porfirio Díaz, la palabra progreso era una de las más consentidas. La pronunciaban políticos y empresarios, se mencionaba en libros y periódicos. En su nombre se construyeron modernas fábricas con ruidosa maquinaria importada y ganancias para los extranjeros. Por el mentado progreso el ferrocarril anduvo de un lado para el otro, acercando lo apartado, uniendo poblaciones, echando sobre sus lomos la pesada carga de materias primas, productos terminados, paquetes, bultos, gente de todas partes; a veces el tren se descarrilaba y se convertía en noticia, suceso merecedor de una gacetilla callejera que daba -para el que sabía leer o tenía quien se la leyera- el chisme y todos los detalles por escrito. Para los que desconocieran el alfabeto, un certero grabado saciaba su curiosidad.

Al servicio de la curiosidad, el entretenimiento y la información, estaba la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, fundada en 1880. Por eso editaba lo mismo cancioneros que recetarios, lo mismo colecciones de cartas amorosas que de cuentos infantiles: literatura popular, de usos prácticos y espirituales. Para eso entró en trato con grabadores, como Manuel Manilla y con José Guadalupe Posada: manos que ilustraran su variado catálogo de publicaciones, que volvieran trazos las fábulas, que echaran a andar la fantasía. Un trabajo artesanal que atendía a una ciudad de México que no se soñaba asfixiada por multitudes, automóviles y camiones. En un paisaje sin antenas, el bullicio se hacía en las fiestas y fandangos, en el deambular de sombreros y rebozos por los puestos del mercado, a la hora de regatear y pregonar, cuando se quemaban judas, cuando se echaban los dados para jugar a “Los Charros Contrabandistas”.

Imagina, amiguito lector, a la diaria vida sin el radio. Nada se sabría entonces del que anda ahí y es Cri-Cri, el Grillito Cantor; nada de las tragedias de la muñeca fea, del marcial desfile de las letras y del ratón vaquero que habla inglés. Imagina a unos espectadores empavorecidos porque creían que se les venía encima la locomotora que, en la pantalla, proyectaba el cinematógrafo. Ignorábanse las andanzas seriadas de Flash Gordon, la tristeza de Bambi que ha perdido a su mamá, la animación colorida de las caricaturas de Walt Disney. Desconocíanse las matinés con funciones dobles. No estaba todavía en el mapa Disneylandia, de modo que tampoco existían las peregrinaciones de niños -y los papás de los niños que les pagaban el viaje- para retratarse con el ratón Miguelito. De la televisión ni sus luces, ni los concursos patrocinados por chiclosos, ni los clubes formados alrededor de algún tío, ni los pantalones cortos de Chabelo. Tampoco el Teatro Fantástico de Cachirulo. Imagina la imposibilidad de perderte por horas en un buen paquete de historietas: Kalimán en trance cataléptico, Memín Pingüín huyendo de la tabla con clavo de su mamá…

Pero no te vayas con la finta. No vayas a creer que los abuelos de tus abuelos se morían de aburrimiento. Cada época tiene sus juegos y sus juguetes, sus máquinas para producir sueños. La necesidad de imaginar siempre ha encontrado las maneras de satisfacerse. Muchas de las formas que los abuelos de tus abuelos utilizaban para contarse cosas se siguen utilizando todavía. Son tan antiguas como nuevas. Contar, cantar, hacer teatro, dar movimiento a unos muñecos.

Los abuelos de tus abuelos tienen, en vez de cine, a la linterna mágica. Hacen sombras chinescas con sus manos: un conejo, un lobo. Observan cómo otras manos que no se dejan ver -las del titiritero- hacen patalear, manotear y bailar a unos muñecos, por conducto de unos hilos; miran a esos muñecos repetir los oficios de los adultos y las travesuras de los niños, con tanto parecido a los niños y adultos reales, que hacen al público olvidarse de sus hilos. Cambian los telones del teatrito callejero, cambian los paisajes, llegan nuevas aventuras, otros peligros, las mismas tentaciones, las moralejas de siempre.

Los abuelos de tus abuelos tenían en la calle a la máquina para soñar por excelencia. Afuera de la casa estaba el entretenimiento, había que ir por él, había que encontrarlo en los patios, en los callejones, en las plazuelas y esquinas. La calle pone los hoyos, a los niños les toca poner las canicas. La fórmula que utilizaba la mayoría de la gente para distraerse y echar relajo, consistía simplemente en sumarle a la calle algo más. Calle + oscuridad = ánimas en pena, apariciones nocturnas que piden a gritos un relato. Calle + señor feo y malencarado = robachicos, rápidamente descritos por comadres que jamás los han visto. Calle + desfile de payasos y acróbatas = circo no lejos del barrio. Calle + efeméride cívica o religiosa = feria, ocas, serpientes y escaleras, antojitos varios, volantines o cabalgatas volantes, palo ensebado con premios, toros, peleas de gallos. Calle + vendedor ambulante = pregón, anuncio de todo tipo de mercancías, unas comestibles y otras no, para la devoción y para el juego. Calle + señor o señora viejitos, sentados en una sillita enana = cuenteros, oficio que consiste en tener atentos a los niños -y a los grandes también- alrededor suyo, hincados, en cuclillas, tirados de panza, escuchando los relatos que brotan del manantial de su lengua.

Viene de la calle el cuentero que hace y rehace historias que ha escuchado de otras lenguas, del campo y de la ciudad, del país y del extranjero, mezclando nahuales con caperucitas… hasta que termina por enterarse la imprenta -vieja parlanchina- y de esas invenciones saca colecciones de bonitos cuentos, aparentemente detenidos en la letra impresa.

Pero sabido es que el cuento es de quien lo cuenta, y tú podrías ser el lector que devolviese al anónimo río callejero los relatos que a continuación se te ofrecen, reanimándolos con el oxígeno de una nueva lectura, volviéndolos a contar en tiempos tan diferentes a los que les tocó, cuando fueron publicados por la imprenta Vanegas Arroyo, recordando con ello a sus lectores, a sus fantasías y a su lenguaje que, aunque parece viejo, todavía hace cosquillas…




JUAN SOLDADO

Juan era un muchacho que se había ido de soldado desde muy chico, pero un día decidió irse a correr mundo, pidiéndole a su general que le diera licencia para dejar el ejército. Pero como al poco tiempo se le acabó el sueldo que le había pagado, se vio pobre y desconsolado. Entonces se puso a pensar en voz alta:

-Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal que me diera dinero.

Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le dijo:

-Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes tengo que asegurarme de que eres valiente.

Juan Soldado como prueba le enseñó las cicatrices de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.

Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con un garrote, pero Juan ni tardo ni perezoso, le clavó la bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.

-Veo -le dijo en individuo rojo- que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te lavarás, ni peinarás, ni cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.

Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó muy contento mientras el diablo desaparecía dejando un fuerte olor a azufre.

Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvía a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un entierrito para cuando terminara su compromiso con el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una peña que le sirviera de señal y haciendo un pozo, de cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues estaba tan feo que muchos le tenían miedo.

Un día que Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas vio a un hombre de muy mala catadura que con un puñal lo amenazó diciéndole:

-¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes que entregar todo el dinero que tienes enterrado.

-Pues lo veremos, ya ves que no soy manco -le contestó Juan Soldado.

Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca, que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto Juan, quien lo soltó a la carrera, revolcándose luego en la tierra para apagarse el fuego.

Entonces el diablo le dijo:

-He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó, para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista. -Y desapareció convertido en una ligera nube de humo.

Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía, no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó una reunión de hombres armados con el exclusivo objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, a riesgo de ser devorado por alguna fiera.

A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra era roja como regada con sangre, y los árboles negros con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco y encontró a un hombre de mediana edad que estaba sembrando verduras, asustándose al verlo.

-No temas -le dijo Juan- no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?

El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era el Rey de aquel lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una de sus hijas, y como no se la había querido dar, había convertido a sus súbditos en árboles, a sus tres hijas en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su bosque encantado.

-Bueno -dijo Juan Soldado- Alguna manera debe de haber para darle fin a este encantamiento.

-Es muy difícil -le contestó el Rey-. Pues hay que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que lograron es que los convirtiera en animales.


Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:

-¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar mis dominios? Te convertiré en culebra por entrometido.

-Yo soy -contestó Juan- el hombre que te ha de vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.

Juan Soldado no esperó un momento más, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del Rey.

En el mismo momento se oyó un trueno horrible y se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza que voló por los aires pues no era otro sino el mismo diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando su forma humana. Juan se encontró al lado del trono del Rey, que le dijo:

-El inmenso beneficio que me has hecho, no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir conmigo el trono.

-Gracias, señor -dijo Juan Soldado- pero soy mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.

-Acepta entonces -le dijo el Rey- la mano de una de mis hijas.

Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:

-Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.

-Pues bien -le dijo Juan- aquí tienes esta media medalla y si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás libre del compromiso. -Y se alejó muy triste soñando con el porvenir.

Pasados los tres años y el día que se cumplían fue Juan Soldado a buscar el dinero enterrado; y a poco vio aparecer al diablo, que le dijo:

-Has ganado, y es justo que alcances la felicidad que bastante cara has comprado. Dame mi traje y toma tu uniforme.

Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a un río cercano se baño perfectamente, se dirigió a una peluquería donde la rasuraron y cortaron el pelo, se compró un elegante traje y transformado se presentó en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al Rey una audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio a conocer con su futuro suegro, rogándole que le presentara con sus hijas, sin decirle quién era. En cuanto lo vieron las dos mayores, a cual más quedó encantada en la apostura del mancebo y cuando el Rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención de Juan Soldado. Sólo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cuál no sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.

El acontecimiento fue celebrado con un banquete, el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó… ¡hasta para el diablo!


Y este cuentito
por una oreja me entró
y por la otra se me salió