Recorriendo las bóvedas secretas de la imaginación que son las librerías de viejo, EL ENEBRO encontró la antología: CUENTOS DE PURO SUSTO. Son textos, al más puro estilo de los hermanos Grimm, publicados en México entre 1890 y 1905 por la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo y con bonitos grabados intercalados de José Guadalupe Posada.
Presentamos el primero de estos cuentos, JUAN SOLDADO, precedido del prólogo de Alfonso Morales que te hará recordar el olor a naftalina que te envolvía cada vez que la abuela abría su ropero.
Disfruten.
EL RARO Y MUY SONADO CASO DEL INFANTE PARABÓLICO Y DE SU TATARABUELA DESTRANSITORIZADA
Para Cri-Cri y Cachirulo
Pequeña humanidad que le haces a la lectura:
Permíteme distraerte de las importantísimas actividades que por el momento ocupan tu atención, sean éstas las muy delicada tarea de derribas naves enemigas en la pantalla del juego de video, la muy absorbente de seguir las aventuras de tu superhéroe favorito o la muy comunitaria de disputarse una pelota.
Menos agraciada, acaso te encuentras vendiendo cosas que poca gente quiere comprarte, atendiendo tu comercio de golosinas. No es difícil que estés a punto de incendiarte el paladar con el dulce fuego del chamoi. Nada extraño sería que fueras nuevamente -y por tercera ocasión en el día- prófuga de la justicia adulta. Andas huyendo de regaños, de desagradables obligaciones que tanto te quitan el tiempo, además de ser demasiado terrestres para alguien que -como tú- ha recorrido a grandes velocidades el espacio intergaláctico, ha descubierto rastros de extraterrestres en las azoteas y tiene bajo su cama la más completa colección de los papelitos de plata en que se envuelven chocolates y cigarros, eso para no mencionar los álbumes de futbolistas y luchadores, ni la manera como se obtuvieron las estampas más difíciles. Tienes mucha razón cuando afirmas que ninguna estrella del balompié o la cuerda ha conservado el lustre en sus zapatos o las rodillas sin raspaduras…
Nos hemos trasladado a estas páginas para advertirte que lo que en este libro se te va a contar es todavía más viejo que tus abuelos. Se te cuenta para que imagines cómo le hacían al cuento en los finales años ochocientos y en los primeros novecientos. En esos tiempos no se ganaba uno nada juntando corcholatas, ni las aguas de limón y tamarindo habían caído presas de las botellas, artefactos que se volverían costumbre en todas las fiestas con el paso de los años.
Nuestros antepasados se acostumbraron a novedosos productos, máquinas, utensilios, modas y diversiones que por esos días se hacían de sus públicos favorecedores. Tales como la bicicleta, también llamada velocípedo, que por un tiempo fue el terror de los tranquilos transeúntes, pues temían ser atropellados por los principiantes en el arte del manubrio y el pedaleo. Como el tranvía sin mulitas, que se llevó entre sus ruedas a varios distraídos, de la misma manera que el alumbrado público se llevó a todos los espectros y fantasmas, acostumbrados a espantar en una ciudad a oscuras. También se aceptaron las exigencias del retrato fotográfico: largos momentos de inmovilidad a cambio de una imagen casi eterna del niño vestido de marinerito, del matrimonio delante de exóticos telones -ajenos por completo a la risa que en sus nietos y bisnietos provocarían tanta seriedad, caras tan compungidas-.
En el paso del siglo XIX al siglo XX, tiempo en que fueron editados estos cuentos y gobernaba México el presidente Porfirio Díaz, la palabra progreso era una de las más consentidas. La pronunciaban políticos y empresarios, se mencionaba en libros y periódicos. En su nombre se construyeron modernas fábricas con ruidosa maquinaria importada y ganancias para los extranjeros. Por el mentado progreso el ferrocarril anduvo de un lado para el otro, acercando lo apartado, uniendo poblaciones, echando sobre sus lomos la pesada carga de materias primas, productos terminados, paquetes, bultos, gente de todas partes; a veces el tren se descarrilaba y se convertía en noticia, suceso merecedor de una gacetilla callejera que daba -para el que sabía leer o tenía quien se la leyera- el chisme y todos los detalles por escrito. Para los que desconocieran el alfabeto, un certero grabado saciaba su curiosidad.
Al servicio de la curiosidad, el entretenimiento y la información, estaba la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, fundada en 1880. Por eso editaba lo mismo cancioneros que recetarios, lo mismo colecciones de cartas amorosas que de cuentos infantiles: literatura popular, de usos prácticos y espirituales. Para eso entró en trato con grabadores, como Manuel Manilla y con José Guadalupe Posada: manos que ilustraran su variado catálogo de publicaciones, que volvieran trazos las fábulas, que echaran a andar la fantasía. Un trabajo artesanal que atendía a una ciudad de México que no se soñaba asfixiada por multitudes, automóviles y camiones. En un paisaje sin antenas, el bullicio se hacía en las fiestas y fandangos, en el deambular de sombreros y rebozos por los puestos del mercado, a la hora de regatear y pregonar, cuando se quemaban judas, cuando se echaban los dados para jugar a “Los Charros Contrabandistas”.
Imagina, amiguito lector, a la diaria vida sin el radio. Nada se sabría entonces del que anda ahí y es Cri-Cri, el Grillito Cantor; nada de las tragedias de la muñeca fea, del marcial desfile de las letras y del ratón vaquero que habla inglés. Imagina a unos espectadores empavorecidos porque creían que se les venía encima la locomotora que, en la pantalla, proyectaba el cinematógrafo. Ignorábanse las andanzas seriadas de Flash Gordon, la tristeza de Bambi que ha perdido a su mamá, la animación colorida de las caricaturas de Walt Disney. Desconocíanse las matinés con funciones dobles. No estaba todavía en el mapa Disneylandia, de modo que tampoco existían las peregrinaciones de niños -y los papás de los niños que les pagaban el viaje- para retratarse con el ratón Miguelito. De la televisión ni sus luces, ni los concursos patrocinados por chiclosos, ni los clubes formados alrededor de algún tío, ni los pantalones cortos de Chabelo. Tampoco el Teatro Fantástico de Cachirulo. Imagina la imposibilidad de perderte por horas en un buen paquete de historietas: Kalimán en trance cataléptico, Memín Pingüín huyendo de la tabla con clavo de su mamá…
Pero no te vayas con la finta. No vayas a creer que los abuelos de tus abuelos se morían de aburrimiento. Cada época tiene sus juegos y sus juguetes, sus máquinas para producir sueños. La necesidad de imaginar siempre ha encontrado las maneras de satisfacerse. Muchas de las formas que los abuelos de tus abuelos utilizaban para contarse cosas se siguen utilizando todavía. Son tan antiguas como nuevas. Contar, cantar, hacer teatro, dar movimiento a unos muñecos.
Los abuelos de tus abuelos tienen, en vez de cine, a la linterna mágica. Hacen sombras chinescas con sus manos: un conejo, un lobo. Observan cómo otras manos que no se dejan ver -las del titiritero- hacen patalear, manotear y bailar a unos muñecos, por conducto de unos hilos; miran a esos muñecos repetir los oficios de los adultos y las travesuras de los niños, con tanto parecido a los niños y adultos reales, que hacen al público olvidarse de sus hilos. Cambian los telones del teatrito callejero, cambian los paisajes, llegan nuevas aventuras, otros peligros, las mismas tentaciones, las moralejas de siempre.
Los abuelos de tus abuelos tenían en la calle a la máquina para soñar por excelencia. Afuera de la casa estaba el entretenimiento, había que ir por él, había que encontrarlo en los patios, en los callejones, en las plazuelas y esquinas. La calle pone los hoyos, a los niños les toca poner las canicas. La fórmula que utilizaba la mayoría de la gente para distraerse y echar relajo, consistía simplemente en sumarle a la calle algo más. Calle + oscuridad = ánimas en pena, apariciones nocturnas que piden a gritos un relato. Calle + señor feo y malencarado = robachicos, rápidamente descritos por comadres que jamás los han visto. Calle + desfile de payasos y acróbatas = circo no lejos del barrio. Calle + efeméride cívica o religiosa = feria, ocas, serpientes y escaleras, antojitos varios, volantines o cabalgatas volantes, palo ensebado con premios, toros, peleas de gallos. Calle + vendedor ambulante = pregón, anuncio de todo tipo de mercancías, unas comestibles y otras no, para la devoción y para el juego. Calle + señor o señora viejitos, sentados en una sillita enana = cuenteros, oficio que consiste en tener atentos a los niños -y a los grandes también- alrededor suyo, hincados, en cuclillas, tirados de panza, escuchando los relatos que brotan del manantial de su lengua.
Viene de la calle el cuentero que hace y rehace historias que ha escuchado de otras lenguas, del campo y de la ciudad, del país y del extranjero, mezclando nahuales con caperucitas… hasta que termina por enterarse la imprenta -vieja parlanchina- y de esas invenciones saca colecciones de bonitos cuentos, aparentemente detenidos en la letra impresa.
Pero sabido es que el cuento es de quien lo cuenta, y tú podrías ser el lector que devolviese al anónimo río callejero los relatos que a continuación se te ofrecen, reanimándolos con el oxígeno de una nueva lectura, volviéndolos a contar en tiempos tan diferentes a los que les tocó, cuando fueron publicados por la imprenta Vanegas Arroyo, recordando con ello a sus lectores, a sus fantasías y a su lenguaje que, aunque parece viejo, todavía hace cosquillas…
JUAN SOLDADO
Juan era un muchacho que se había ido de soldado desde muy chico, pero un día decidió irse a correr mundo, pidiéndole a su general que le diera licencia para dejar el ejército. Pero como al poco tiempo se le acabó el sueldo que le había pagado, se vio pobre y desconsolado. Entonces se puso a pensar en voz alta:
-Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal que me diera dinero.
Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le dijo:
-Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes tengo que asegurarme de que eres valiente.
Juan Soldado como prueba le enseñó las cicatrices de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.
Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con un garrote, pero Juan ni tardo ni perezoso, le clavó la bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.
-Veo -le dijo en individuo rojo- que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te lavarás, ni peinarás, ni cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.
Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó muy contento mientras el diablo desaparecía dejando un fuerte olor a azufre.
Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvía a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un entierrito para cuando terminara su compromiso con el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una peña que le sirviera de señal y haciendo un pozo, de cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues estaba tan feo que muchos le tenían miedo.
Un día que Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas vio a un hombre de muy mala catadura que con un puñal lo amenazó diciéndole:
-¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes que entregar todo el dinero que tienes enterrado.
-Pues lo veremos, ya ves que no soy manco -le contestó Juan Soldado.
Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca, que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto Juan, quien lo soltó a la carrera, revolcándose luego en la tierra para apagarse el fuego.
Entonces el diablo le dijo:
-He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó, para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista. -Y desapareció convertido en una ligera nube de humo.
Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía, no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó una reunión de hombres armados con el exclusivo objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, a riesgo de ser devorado por alguna fiera.
A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra era roja como regada con sangre, y los árboles negros con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco y encontró a un hombre de mediana edad que estaba sembrando verduras, asustándose al verlo.
-No temas -le dijo Juan- no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?
El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era el Rey de aquel lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una de sus hijas, y como no se la había querido dar, había convertido a sus súbditos en árboles, a sus tres hijas en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su bosque encantado.
-Bueno -dijo Juan Soldado- Alguna manera debe de haber para darle fin a este encantamiento.
-Es muy difícil -le contestó el Rey-. Pues hay que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que lograron es que los convirtiera en animales.
Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:
-¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar mis dominios? Te convertiré en culebra por entrometido.
-Yo soy -contestó Juan- el hombre que te ha de vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.
Juan Soldado no esperó un momento más, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del Rey.
En el mismo momento se oyó un trueno horrible y se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza que voló por los aires pues no era otro sino el mismo diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando su forma humana. Juan se encontró al lado del trono del Rey, que le dijo:
-El inmenso beneficio que me has hecho, no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir conmigo el trono.
-Gracias, señor -dijo Juan Soldado- pero soy mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.
-Acepta entonces -le dijo el Rey- la mano de una de mis hijas.
Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:
-Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.
-Pues bien -le dijo Juan- aquí tienes esta media medalla y si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás libre del compromiso. -Y se alejó muy triste soñando con el porvenir.
Pasados los tres años y el día que se cumplían fue Juan Soldado a buscar el dinero enterrado; y a poco vio aparecer al diablo, que le dijo:
-Has ganado, y es justo que alcances la felicidad que bastante cara has comprado. Dame mi traje y toma tu uniforme.
Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a un río cercano se baño perfectamente, se dirigió a una peluquería donde la rasuraron y cortaron el pelo, se compró un elegante traje y transformado se presentó en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al Rey una audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio a conocer con su futuro suegro, rogándole que le presentara con sus hijas, sin decirle quién era. En cuanto lo vieron las dos mayores, a cual más quedó encantada en la apostura del mancebo y cuando el Rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención de Juan Soldado. Sólo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cuál no sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.
El acontecimiento fue celebrado con un banquete, el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó… ¡hasta para el diablo!
Y este cuentito
por una oreja me entró
y por la otra se me salió
3 comentarios:
excelente cuento
Pon los demás cuentos por favor, por favor!
Muy buen articulo y me fascina demasiado tu blog enebro. Te felicito!
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